Actualizado el viernes 18/OCT/13

Viviendo la Consagración Mariana

La eterna pregunta

            Cuando alguien, de viva voz o por escrito, ha entrado en conocimiento de la verdadera Devoción, nueve veces de cada diez se pregunta: «¿Entonces no podré rezar ya por intenciones particulares?».

            Vamos a contestar a esta pregunta.

            Damos a la Santísima Virgen todos nuestros bienes sobrenaturales sin excepción.

            Damos también a nuestra Madre la porción más vasta y preciosa de nuestro haber espiritual: nuestra gracia y nuestras gracias, nuestras virtudes y nuestros méritos; pero, como hemos visto, de esta porción tan rica Ella no puede disponer en favor de otras almas, sino que ha de limitarse a conservar, aumentar y embellecer estos tesoros para nuestro propio provecho, y sobre todo para mayor gloria de Dios.

            Damos igualmente a nuestra Reina amadísima todo lo que en nuestros bienes sobrenaturales es aplicable a otras almas, esto es, los valores secundarios, satisfactorio e impetratorio, de nuestras buenas obras, la virtud propia de nuestras oraciones, nuestras indulgencias y todo lo que en valores sobrenaturales puede venirnos de otros: las ora­ciones que otros ofrezcan por nosotros, las indulgencias que otros ganen en nuestro favor, el valor satisfactorio e impetratorio de acciones buenas que otros quieran aplicarnos, incluso las misas que después de nuestra muerte sean ofrecidas por el descanso de nuestra alma.

            Reconocemos a la Santísima Virgen un derecho entero y pleno de disponer de todo lo que en nuestros bienes sobrenaturales es comunicable a otros, tanto después de nuestra muerte como durante nuestra vida en la tierra.

            Ella puede disponer de todo esto según su beneplácito: para nuestro propio provecho, en favor de nuestros parientes y bienhechores, de los sacerdotes y misioneros, por las intenciones del Sumo Pontífice, por el alivio y la liberación de las almas (y tales almas) del Purgatorio, etc.; una vez más, según su beneplácito, y siempre —no hace falta decirlo— para mayor gloria de la Santísima Trinidad.

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            Aquí se plantea la «eterna pregunta». «Por haber entregado todo a Nuestra Señora, ¿no podré ya rezar por intenciones particulares, ni ofrecer mis buenas obras por un fin especial? ¿No puedo ya comulgar por el descanso del alma de mis parientes, rezar por la conversión de los pecadores o de tal pecador, por el advenimiento del reino de Nuestra Señora? ¿No puedo ya hacer celebrar misas por una u otra de estas intenciones?».

            La respuesta a esta pregunta es fácil. Además, el mismo Mont­fort la da claramente.

            Sin ninguna duda podemos, y habitualmente debemos continuar teniendo, como esclavos de amor, intenciones especiales en nuestras oraciones y buenas obras.

            Podemos hacerlo, a condición —naturalmente— de someter nuestras intenciones a la aprobación de nuestra Madre y aceptar sus decisiones sobre ello, aunque nos sean desconocidas.

            Podemos hacerlo, porque al obrar así dejamos intactos sus derechos sobre los bienes espirituales que le hemos entregado. En resumen, es pedirle humildemente que las oraciones y las indulgencias que de que le hemos hecho donación, Ella misma las aplique por tal o cual intención. Ella es libre de hacerlo o de no hacerlo.

            Por eso, cuando nosotros, esclavos de amor de Nuestra Señora, formulamos intenciones determinadas para nuestras oraciones y nues­tras buenas obras, lo hacemos siempre con esta reserva: «a condición de que la Santísima Virgen quiera, a condición de que Ella no tenga intenciones más urgentes o mejores». En este último caso aceptamos las disposiciones de Ella: nuestras intenciones quedan siempre subordinadas a las suyas.

            Para señalar más netamente nuestra dependencia, podemos, si queremos, formular expresamente esta condición cuando determinamos nuestras intenciones. Pero no es necesario: queda ya entendido una vez por todas entre Ella y nosotros, que en definitiva es Ella, y no nosotros, la que decide la aplicación de nuestras oraciones e indulgencias.

            Así, pues, podemos determinar intenciones especiales para nuestra vida de oración y sacrificio. Y añadimos que, por regla general, debemos hacerlo, en el sentido de que ordinariamente será preferible que lo hagamos.

            San Luis María de Montfort observa que, al obrar así, daremos gusto a la Santísima Virgen, que, en recompensa de nuestra generosidad, se sentirá feliz de acceder a nuestros pedidos en favor de tal o cual intención que nos sea querida.

            Hay una doble ventaja espiritual en determinar intenciones especiales: por una parte, la de introducir un poco de diversidad en nuestra vida espiritual, lo cual será muy útil a bastantes almas; y por otra parte, la de estimularnos al fervor en la oración y a la generosidad en el sacrificio. ¿No es cierto que la amenaza inminente de la espantosa plaga de una nueva guerra mundial nos incita más fuertemente al fervor en la oración, y lo seguirá haciendo durante mucho tiempo para apartar el peligro que sigue al acecho?

            Además, dentro del espíritu de la Iglesia entra sin lugar a dudas que nos propongamos fines especiales en nuestras oraciones. La Iglesia nos excita a ello, y nos da el ejemplo.

            Sin embargo, no hay que exagerar en el sentido contrario.

            Para muchas personas, determinar y enumerar todo un montón de intenciones especiales es una verdadera distracción y un verdadero obstáculo para el recogimiento y la unión divina. Su acción de gracias después de la Comunión, por ejemplo, consiste casi únicamente en enumerar una larga lista de nombres, y en especificar para sí mismo y para los demás toda clase de necesidades y de deseos.

            La repetición frecuente de todo un montón de intenciones será particularmente perjudicial para las personas que se sienten llamadas a una unión íntima con Dios y con la Santísima Virgen María. Por lo tanto, que las almas que se sienten atraídas a esta unión silenciosa, sencilla y profunda, no se sientan obligadas a interrumpir esta unión tan fortalecedora y dulce para fijar su atención a toda clase de intenciones particulares.

            En el próximo capítulo contestaremos a las diferentes objeciones que a veces se plantean contra el abandono de nuestras oraciones e indulgencias a nuestra divina Madre.

            Por el momento, recapitulemos.

            1º Un esclavo de amor de Nuestra Señora puede formular intenciones particulares en sus oraciones y buenas obras, pero las somete enteramente al beneplácito de la Santísima Virgen.

            2º Habitualmente es aconsejable determinar nuestras intenciones, por ejemplo para cada decena del Rosario, para cada misa, etc. Después de la sagrada Comunión pediremos ciertas gracias especiales: el reino de la Santísima Virgen en nuestra propia alma, en los sacerdotes, en las almas de los niños, etc.

            3º Para señalar nuestra total dependencia y nuestra confianza absoluta para con nuestra divina Madre, ofreceremos de vez en cuando nuestras oraciones por las solas intenciones de la Santísima Virgen, sin conocerlas. Podremos hacerlo más especialmente cuando, por fal­ta de tiempo, nos sea difícil enunciar muchas intenciones particulares.

            4º Las almas atraídas a la unión íntima con Dios y la Santísima Virgen no han de preocuparse por determinar muchas intenciones en su oración. Bastará que, una vez al día por ejemplo, encomienden sus deseos a Nuestra Señora.

            Estamos persuadidos de que, obrando así, no faltamos a ninguna de nuestras obligaciones: María es nuestro riquísimo Suplemento que colma todas nuestras lagunas y salda todos nuestros déficits.

            Ella cuida fielmente de nosotros y de todo lo que nos es querido.

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