Ejemplo 2.
Yo confesé a un mudo
Esto no es una novedad. Con frecuencia confesamos mudos. Pero esta vez..., la cosa salió de lo normal.
Estaba misionando en un pueblo...
Allí vivía un caballero que había perdido el habla. El último día de la Misión, un hijo suyo me suplicó fuera a confesar al enfermo, que llevaba tres meses mudo y estaba gravísimo por efectos de una embolia.
Fui a la casa que se me indicó. Entré en la habitación donde estaba el enfermo. Salió el hijo, y quedé solo con el mudo.
–Esté usted tranquilo –le dije–, que yo le iré haciendo las preguntas y usted me irá respondiendo con signos de cabeza, “que sí” o “que no”. (El hijo me había adelantado el clima religioso en que se había desenvuelto la vida del padre.)
Entonces el caballero rompió a hablar. Y con voz clara y distinta, se confesó.
¡Yo no salía de mi asombro!... Como no pude disimular esto, y lo expresaba mi semblante, él me dijo con emoción:
–Padre, usted va a comprender inmediatamente por qué hablo en estos momentos. Desde los diez años tomé la costumbre de rezar, por la mañana y por la tarde, las tres Avemarías, que a todos nos aconsejaron unos Padres Misioneros. Desde los catorce años perdí toda práctica religiosa, menos las tres Avemarías. Jamás, ni un solo día, las he omitido, pidiendo a la Virgen María la gracia de no morir sin hacer una buena confesión; porque, como ha oído, necesitaba confesarme bien desde mi primera comunión, que fue a los ocho años...
Terminada la confesión, quedó otra vez mudo.
A las doce de la noche había muerto, con el alma lavada por la penitencia.
(P. Luis Larrauri, Misionero Redentorista)
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