miércoles 23/ABR/25
Lc 24, 13-35.
Miércoles de la octava de Pascua.
El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y éstos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Reflexión:
Veamos que al Señor le gusta esconder su identidad ante sus amigos y discípulos. Ayer fue María Magdalena la que lo veía pero no lo reconocía, y hoy son los discípulos de Emaús que lo ven y hablan con él pero que tampoco lo reconocen. Y Jesús con nosotros puede proceder de la misma manera. Él se esconde en la apariencia sencilla del pobre que pasa a nuestro lado y, en general, de cualquiera de nuestros prójimos. Y a Jesús también le gusta esconderse en la Eucaristía, ya que bajo las apariencias del Pan y del Vino consagrados está Él verdaderamente presente. Los discípulos lo vieron al partir el pan, pero nosotros no lo vemos con nuestros ojos en la Eucaristía; y esto es más meritorio porque lo vemos por la fe, y la fe será premiada ya que Jesús le dice a Tomás: “Felices los que crean sin haber visto”.
Pidamos a la Santísima Virgen la gracia de tener cada día más fe en la Eucaristía y no despreciar a ninguno de nuestros prójimos porque en ellos está Jesús misteriosamente escondido.
Jesús, María, os amo, salvad las almas.
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