(Sección especialmente dedicada a los Consagrados a María)

Actualizado el lunes 7/AGO/23

Fragmento sobre la Consagración a María

La concupiscencia de los ojos (2)

María, Montfort y Mammón

 

            Nadie compartió jamás como María los juicios, los sentimientos y las actitudes de alma de Jesús. Nadie se identificó jamás como Ella con los modos de ver y de obrar de su Jesús, Ella que recibió su palabra con una humildad afectuosa, la conservó fielmente en su Corazón y la meditó noche y día.

            Sabemos así con certeza cuáles fueron sus disposiciones más íntimas hacia la pobreza y la riqueza. Ella compartió, y de muy buena gana, la pobreza de Jesús. Jamás se le cruzó el pensamiento de deplorarlo, ni de quejarse de ello. ¿Acaso Ella no deseaba ardientemente asemejarse en todo a su Hijo amadísimo?

            ¡Con qué predilección amó Ella a los pobres y desheredados, y qué estima, amor, compasión y caridad les manifestó!

            Para asemejarnos a nuestra Madre amadísima, nosotros queremos también vivir pobres, estimar y amar la pobreza y a los pobres.

            Además, ¿quién es más pobre que el esclavo, y por lo tanto más pobre que nosotros, esclavos de amor de Jesús en María? El esclavo no posee nada, y no puede poseer nada de derecho. Nosotros somos esclavos por libre voluntad y por amor. Nos hemos despojado también de nuestros bienes temporales. A los ojos de Jesús y de María estos bienes ya no son nuestros. No conservamos más, por decirlo así, que el uso y la administración de los bienes que les hemos ofrecido y cedido. Es la pobreza religiosa sin el voto. Seamos lógicos y consecuentes con nuestra santa esclavitud. Ya nada es nuestro. No dispongamos, pues de nuestros bienes temporales más que con el asentimiento de nuestra divina Madre y según su beneplácito.

            De este modo el desprendimiento de los bienes del mundo queda sumamente facilitado. Puesto que no nos apegamos a bienes que no son nuestros.

            Y el recuerdo de la Providencia materna de María nos facilita también la vida sin preocupaciones, por motivos de orden sobrenatural. Una madre debe proveer, tanto como le es posible, a las necesidades espirituales, pero también materiales, de sus hijos. Dejarse llevar por preocupaciones materiales sería una falta de confianza para con Ella. Se lo he confiado todo, también mis intereses de orden temporal. ¡Ella, y no yo, es quien debe preocuparse de todo eso!

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            Aquí se impone a nuestra atención la conducta de Montfort, este hijo verdadero y maravilloso apóstol de Nuestra Señora. Por inspiración de su Madre toma a la letra, como San Francisco de Asís, lo que Jesús enseñó y practicó sobre la riqueza y la pobreza. Joven de buena familia, a los veinte años entrega a los pobres su dinero y sus vestidos nuevos, hace voto de no poseer nunca nada en propiedad, y parte a París, para continuar allí sus estudios mendigando su pan y su cama para la noche. Exactamente como Jesús lo pide, vivirá en un abandono absoluto en la Providencia. Pisoteará y despreciará de veras la riqueza. Predicará enérgicamente contra el abuso y peligro de la opulencia y del lujo. Los pobres tendrán todas sus preferencias. Durante años enteros los cuidará y servirá en los hospitales. En los más repugnantes de entre ellos se esforzará en reconocer a Cristo. Jamás irá a la mesa sin ser acompañado por un pobre, a quien sirve con sus propias manos con atención y caridad. Como Jesús, alimenta a muchos indigentes que lo siguen por todas partes. Un día los pobres de Poitiers juntarán sus pequeños ahorros para comprarle a él un sombrero nuevo. ¡Cómo se habrá alegrado entonces su corazón: era más pobre que los pobres!

            «María es mi gran riqueza», cantará en uno de sus cánticos. A Ella confiaba sus necesidades temporales, como todo lo demás. Y el Canónigo Blain nos asegura que los milagros de la providencia materna de María se multiplicaban a lo largo de sus días.

 

Nuestra actitud

 

            A ejemplo de nuestro Padre amado, San Luis María de Mont­fort, queremos colocarnos en las antípodas del mundo perverso.

            Ante todo, no olvidemos pedir por la oración el verdadero espíritu evangélico en este punto. Hagámoslo, por ejemplo, al rezar atenta y fervorosamente la 3ª decena del Rosario en honor del nacimiento de Jesús en el portal de Belén. En esta decena San Luis María nos hace pedir «el desprendimiento de los bienes del mundo, el desprecio de las riquezas y el amor de la pobreza».

            La respuesta más simple y radical a la invitación de Cristo en materia de pobreza es abandonar el mundo y sus bienes engañosos para abrazar la vida religiosa, en la que se lleva una vida de pobreza y se renuncia por voto al derecho de poseer bienes temporales, o al menos al libre uso y a la disposición facultativa de estos bienes.

            Si esto no fuera posible, como es el caso para la gran mayoría de nuestros lectores, luchemos entonces en el mundo, como valerosos soldados, contra su funesto espíritu.

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            Y en primer lugar evita con sumo cuidado la menor injusticia. ¡Muchos, que supuestamente son cristianos, en magníficos autos van al infierno! No todos los precios son justos, ni todas las ganancias son lícitas. Fuera las mentiras, fuera los fraudes en nuestras ventas o compras. Quien se aventura a hacer negocios con toda clase de trucos fraudulentos está perdido. Pronto no sabrá ya cómo salir de ahí, cómo reparar las injusticias cometidas, y se embarrará cada vez más. Si de veras quieres salvarte, sé prudente y delicado en este campo, aunque tuvieras que trabajar con más pena y menos provecho.

            No trates de hacerte rico cueste lo que cueste. Cumple con tu deber, trabaja por tu familia, cuida tus negocios, pero no te afanes por acumular riquezas: «Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso», dice San Pablo. «Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas».

            San Pablo tiene razón. Las riquezas llevan consigo toda clase de preocupaciones. Los hombres más felices son los que saben contentarse con una existencia sencilla y modesta.

            Si Dios te envía bienes temporales por encima de tus necesidades, tienes obligación de asistir con ellos, por amor a Cristo, a tu prójimo indigente. En este caso da de buena gana y generosamente.

            Da a los pobres con amor y respeto. Da también abundantemente, en la medida de tus posibilidades, lo que llamamos «buenas obras». Sostén a tus sacerdotes, a tus iglesias. Envía ayudas a los valerosos misioneros, que se gastan y luchan por extender el reino de Dios. Sostén especialmente las obras que promueven la gloria y el reino de la Santísima Virgen. Es un deber elemental para los hijos y esclavos de amor de Nuestra Señora.

            Quien desea ir hasta el fondo de las recomendaciones y consejos de Jesús, cuando no tenga otras obligaciones que cumplir, se desprende de todo lo superfluo: «No atesoréis tesoros en la tierra».

            En esto no hay que escuchar demasiado la sabiduría y prudencia del mundo; lo que es insensato para el mundo es muy a menudo sabiduría según Dios. Jesús lo dice muy claramente: «No os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal».

            Incluso en el mundo se puede hacer voto de pobreza, y eso de varios modos. Por ejemplo, se puede hacer voto de desprenderse de lo superfluo, y de no hacer ningún gasto sin el permiso del director, permiso que queda dado de manera general para cada gasto corriente, pero que habrá que pedir cada vez para los gastos extraordinarios.

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            Debemos luego evitar toda preocupación voluntaria con relación a los bienes temporales. Es una exigencia del Evangelio y de nuestro espíritu de dependencia y abandono. Cierto es que podemos y debemos ocuparnos en nuestros negocios con cuidado e inteligencia, pero hemos de apartar deliberadamente toda preocupación y toda inquietud voluntaria. Si no, ahogaremos en nuestra alma la buena semilla de la palabra de Dios. Jesús nos lo pide con términos encantadores, que nunca recordaremos lo bastante: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis… Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?… Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero Yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?… Pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura».

            ¡Qué hermoso, conmovedor y cierto es! A esto no hay nada que añadir. O sólo esto: que Dios, en su infinita bondad, nos ha dado también una Madre incomparablemente buena, que conoce todas nuestras necesidades y que, como instrumento fiel y atractivo de su liberalidad infinita, tendrá cuidado de sus hijos y esclavos de amor en todos los campos, incluido el de nuestras necesidades temporales.

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            El gran mal aquí, el verdadero obstáculo a la perfección cristiana, no es la posesión misma de los bienes de este mundo, sino el apego a estos bienes, que disminuye forzosamente la intensidad del amor a Dios. Por lo tanto, hemos de evitar cuidadosamente el apego al dinero, a las cosas preciosas, y a menudo incluso el apego a bagatelas, a naderías. Digamos frecuentemente al Señor y a su dulce Madre: «Me habéis dado los bienes de la tierra. Si me los queréis quitar, sea bendita de antemano vuestra santísima voluntad». Demos gracias a Jesús y a María cuando nos toca sufrir alguna pérdida o algún contratiempo. Deshagámonos valerosamente de aquellas cosas a que se apega nuestro corazón. Pero como la posesión lleva al apego, sobre todo la posesión de lo que es hermoso, precioso, brillante, prohibámonos todo lo que sabe a lujo o a opulencia. San Luis María de Montfort escribió un cántico severo de unos cientos de versos contra el lujo. Cierto es que en esto podemos tener en cuenta en cierta medida nuestra condición social y nuestras obligaciones, y sobre todo la voluntad de nuestros superiores y los deseos de nuestros parientes. Pero si queremos ser los preferidos de Dios y de su santísima Madre, debemos vivir en la sencillez y la pobreza. Sé limpio en tu vestido, en tu porte, en tu habitación. Pero en cuanto de ti dependa, evita la riqueza y el lujo. ¿Para qué esos sillones costosos, estos espejos lujosos, estas alfombras mullidas, todo este amueblamiento de gran valor, y otras mil cosas brillantes e inútiles? Aquí se podría aplicar rectamente la repuesta de Judas: «Todo esto se podía haber vendido a buen precio y habérselo dado a los pobres». ¿Por qué no llevaríamos vestidos zurcidos? El Cardenal Mercier así lo hacía. ¿Para qué comprar vestidos muy caros cuando puede bastarnos ropa más sencilla? No hay duda de que a veces necesitamos una fiesta, un descanso, una celebración. Pero ¿por qué estos gastos insensatos con motivo de kermesses, de matrimonios, de primeras comuniones? Todo eso va contra el espíritu del Evangelio. Sobre todo, podemos y debemos practicar la pobreza en todo lo que está a nuestro uso personal: nuestro despacho de trabajo y nuestro dormitorio, nuestros vestidos y nuestros muebles, etc. Aparta resueltamente en este orden de cosas todo lo que sientes que no es según los deseos y preferencias de Jesús y de María.

            Esta regla no tiene más que una excepción: puede ser hermoso, rico y precioso todo lo que nos recuerda y mira directamente a Jesús y a su santísima Madre. Nada es demasiado hermoso para nuestras iglesias, para nuestras capillas, para nuestros sagrarios, para los santuarios de Nuestra Señora. Ten en tu casa imágenes bonitas de Jesús y de su santa Madre, y adórnalas con lo que encuentres de más precioso. María Magdalena no recibió de Jesús un reproche, sino una alabanza, por haber derramado en sus pies un perfume de alto valor.

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            Desprecia las riquezas y el dinero. Ten respeto de la pobreza y de los pobres. Escucha el consejo de Santiago y no hagas acepción de personas, a no ser en favor de los pobres e indigentes. Claro está que tienen sus defectos, que son en gran parte consecuencia de sus condiciones de vida. No son atractivos, y muy a menudo son rudos e incultos. Pero a pesar de todo, a la luz de la fe, veamos en ellos a Cristo sufriente, y amémosle, reverenciémosle y sirvámosle a El en el pobre, como lo hacía la Santísima Virgen, y a ejemplo también de nuestro Padre, que al llevar a la Providencia a un pobre cubierto de harapos y de llagas, y encontrando la puerta cerrada, llamaba diciendo: «¡Abran, abran a Jesucristo!».

            ¡Así sea nuestra vida! Sólo entonces se cortarán los lazos que nos apegan a la tierra, y se romperá el hilo que nos mantenía cautivos: ¡libres, como la alondra, volaremos cantando al cielo!. Allí está nuestro tesoro, y por eso allí ha de estar también nuestro corazón; allí nos espera el Bien infinito, el único que puede saciarnos para siempre y satisfacer plenamente todas las aspiraciones de nuestra alma.

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