(Sección especialmente dedicada a los Consagrados a María)

Actualizado el lunes 15/ABR/24

Fragmento sobre la Consagración a María

María y el orgullo de la vida

            En la Santísima Virgen no hay nada que recuerde el espíritu de vanidad pretenciosa que caracteriza al «mundo». Su vida es una vida silenciosa, modesta, oculta, una vida de humildad y anonadamien­to. Miles de veces repitió Ella con convicción y ardor la hermosa palabra del Salmista: «¡No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria!».

            San Luis María de Montfort reconoció perfectamente este aspecto de la vida interior de Nuestra Señora. «Su humildad ha sido tan profunda que no ha tenido sobre la tierra atractivo más poderoso y más continuo que esconderse a sí misma y a toda criatura, para no ser conocida sino de Dios solo. Dios, para escucharla en los pedidos que le hizo de esconderla, empobrecerla y humillarla, se ha complacido en ocultarla… en su vida, en sus misterios… a la vista de casi toda criatura humana».

            En otra parte Montfort habla de «su humildad profunda, que la hizo ocultarse, callarse, someterse a todo y ponerse la última». Es todo un programa de vida, y cada una de estas palabras encuentra su justificación en la Sagrada Escritura. Por muy sobrios que sean los santos Libros en sus datos sobre la santísima Madre de Jesús, su modestia y humildad se manifiestan en ellos claramente. Como ya dijimos, María reveló realmente toda su alma sobre este punto cuando, al reconocer que Dios «hizo en Ella grandes cosas», declaró que todo eso era debido a Aquél que «miró la humildad de su esclava», y que, a causa de esto, hay que rendir sólo a Dios todo honor y toda gloria: «Glorifica mi alma al Señor».

 

La santa esclavitud de amor

 

            Por otra parte la santa esclavitud de amor hacia la Santísima Virgen es una escuela de rectitud y sencillez, que nos enseña a excluir de nuestra vida toda vana complacencia, y toda actitud orgullosa y afectada.

            Somos esclavos de Jesús y de María. ¿Qué hay de más humilde que un esclavo, por más que sea un esclavo de amor? ¡Cómo este pensamiento habitual de no ser nuestro, y por consiguiente de no vivir para nosotros, debe llevarnos a la convicción de nuestra pequeñez y de nuestra nada! ¿Y cómo querer figurar, mostrarse, ser visto, notado, admirado y alabado por los hombres, cuando sabemos no ser más que «un pobrecito esclavito indigno», como decía San Ignacio de Loyola, y estamos cada vez más convencidos de ello?

            Es un hecho de experiencia cotidiana, que quienes dependen de otros y por las circunstancias deben obedecer habitualmente, son casi siempre hombres modestos, que ejercitan como naturalmente la virtud, que excluye la vana complacencia en sí mismo, la necesidad de mostrarse y de ponerse en primera fila. Ahora bien, nuestra condición de esclavo de Jesús en María exige de nosotros una dependencia entera y continua hacia ellos, como también hacia quienes están revestidos de su autoridad y los representan ante nosotros. Y esta actitud lle­va casi forzosamente a la sencillez, a la modestia, al ocultamiento, y excluye la confianza exagerada en nosotros mismos, la pretensión a los primeros puestos, y toda ostentación vana y ridícula.

            La práctica interior de hacerlo todo por Jesús y por María va directamente también contra el orgullo de la vida, que es la manifestación más funesta y peligrosa del espíritu del mundo; pues no excluye solamente el amor propio, esto es, la búsqueda de sí en lo que se hace y emprende, como observa San Luis María, sino también la codicia de la consideración y alabanza de los hombres. No es posible vivir total y completamente para Jesús y María, y al mismo tiempo obrar para agradar a los hombres y buscar sus alabanzas. En la misma medida en que apuntamos a lo uno excluimos lo otro. San Pablo lo reconoce en unas palabras notables: «Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo». Salta a la vista que esto también vale para con la Santísima Virgen. La verdadera Devoción exige y realiza una gran y total pureza de intención, y así se opone diametralmente a la vanidad y al orgullo de la vida.

            Y si se quiere la prueba por los hechos, considérese la vida de nuestro Padre, perfecto ejemplar de los verdaderos esclavos de Jesús en María. ¿Quién pisoteó más que él el respeto humano? ¿Quién se preocupó menos que él por la opinión y estima de los hombres? ¿Quién aceptó más tranquila y alegremente las humillaciones penosas, a veces sangrientas, de que fue objeto, de parte incluso de sacerdotes, de obispos, de sus superiores? ¿Quién soportó y desafió más valientemente que él el odio y las persecuciones de los mundanos, y quién flageló y ridiculizó más enérgicamente que él las pretensiones y la megalomanía del mundo perverso? Sin lugar a dudas que fue la Santísima Virgen, y la vida habitual e intensa de intimidad con Ella, quien lo condujo a ser, también en este punto, un perfecto «hombre de Evangelio».

            De esta escuela somos. Pertenecemos a la escuela de Jesús, de María, de San Luis María de Montfort. Queremos impregnarnos de su espíritu y seguir sus pasos. Tratemos de extirpar hasta la raíz este miserable espíritu de orgullo que caracteriza al mundo, y esforcémonos por hacernos, a ejemplo suyo, «mansos y humildes de corazón». Repitamos frecuentemente con fervor a Jesús y también a su Madre, por intercesión de su gran Servidor: «Haced mi corazón semejante al vuestro».

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