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IV
Por el reino de Nuestra Señora
En
los capítulos precedentes sobre la vida «para María» hemos constatado que San
Luis María de Montfort, por medio de ella, reconoce a la Santísima Virgen el
lugar que le corresponde en el orden tan importante de la finalidad. Decíamos
que podemos hacerlo de dos modos: ante todo —y este aspecto ya lo hemos
expuesto— realizando sencillamente las acciones para honra y gloria de la
Santísima Virgen como fin próximo —siendo Dios nuestro fin superior y último—,
por sus intenciones, por amor a Ella, para agradarla, etc.
Pero hay otro modo de vivir para la Santísima Virgen, tal vez más elevado y
atractivo aún, y es realizar las acciones con un espíritu apostólico, por el
reino de la Santísima Virgen, a fin de llegar así al reino de Cristo y al reino
de Dios; pues, también en este orden, la Santísima Virgen está subordinada a
Cristo y totalmente orientada a El. La aspiración de nuestro Padre de Montfort
no tardará en convertirse en una de las súplicas clásicas de la piedad
cristiana:
Ut adveniat
regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!
¡Para
que venga a nosotros tu reino, venga el reino de María!
El
consejo y la palabra de Montfort sobre este punto es claro y límpido. Totalmente
en concordancia con el punto de vista inicial que él adopta en dos de sus obras
marianas, a lo que había escrito sobre el «para María» en «El Secreto de María»,
y que retoma en su «Tratado de la Verdadera Devoción», añade en este último el
aspecto del apostolado, el pensamiento del reino de la Santísima Virgen. En el
fondo no hay tanta diferencia entre los dos aspectos, puesto que el reino de
Cristo, en definitiva, se logra por la santificación de las almas. Pero el punto
de vista del reino de Cristo, directamente mencionado, y que se debe alcanzar
por el reino de su divina Madre, es en sí mismo más hermoso, más elevado, más
rico, más desinteresado.
El
texto «apostólico» de Montfort sobre la vida «para María» es el siguiente: «Es
menester realizar todas las acciones para María. Pues, como uno se ha entregado
totalmente a su servicio, es justo que se haga todo para Ella, como un criado,
un siervo y un esclavo; no que se la tome por el fin último de nuestros
servicios, que es Jesucristo solo, sino por el fin próximo, el centro misterioso
y el medio fácil para ir a El. Tal como un buen siervo y esclavo, no se debe
permanecer ocioso; sino que es preciso, apoyados en su protección, emprender y
realizar grandes cosas para esta augusta Soberana. Es menester defender sus
privilegios cuando se los disputa; es necesario sostener su gloria cuando se la
ataca; es preciso atraer a todo el mundo, si fuera posible, a su servicio y a
esta verdadera y sólida devoción; es menester hablar y clamar contra los que
abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo, y al mismo tiempo establecer esta
verdadera devoción; no debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños
servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de
estar unido por Ella a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y
en la eternidad.
¡Gloria a Jesús
en María!
Gloria a María en Jesús!
¡Gloria a Dios solo!».
Pero ¿por qué «emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana»?
¿Por qué tratar de «atraer a todo el mundo a esta verdadera y sólida devoción»?
Aquí también nos hacen falta sólidas convicciones para decidirnos a adoptar esta
forma preciosa de devoción mariana. Sin duda, la estima y el amor que tenemos a
nuestra divina Madre podrían bastar para decidirnos a este apostolado mariano.
Pero hay mucho más que eso. Para comprenderlo, debemos convencernos de la
importancia, sí, de la necesidad de este «regnum Mariæ», de este reino de María
de que tan a menudo habla Montfort. A esta convicción querríamos llevar a
nuestros lectores. De este modo habríamos contribuido a que nuestro Padre
realice la misión principal que Dios le asignó para el mundo entero. Estamos
persuadidos, y los hechos confirman sin cesar esta persuasión, de que Montfort
es ante todo en la Iglesia de Dios, sin excluir a otros, el profeta y el apóstol
del reino de María, y por medio de él, del reino de Cristo.
Por
eso, en los artículos siguientes, comenzaremos por exponer las afirmaciones de
nuestro Padre de Montfort sobre este reino de la Santísima Virgen en sí mismo y
en sus relaciones con el reino de Cristo, afirmaciones que en su mayor parte son
profecías. Luego nos esforzaremos por demostrar la verdad de estas afirmaciones
y la probabilidad de la realización de estas profecías, que por otra parte ya se
han cumplido parcialmente. Finalmente determinaremos la actitud que debemos
tomar como consecuencia de estas consideraciones. Entonces estaremos sin duda
firmemente decididos a vivir por el reino de María del modo más perfecto y
completo.
El deber del
apostolado
Todos podrán darse cuenta de que adoptamos así una de las actitudes más
características de la vida cristiana en nuestra época: la orientación
apostólica, la necesidad y el deber del apostolado. Esto está hoy en el aire.
Vivimos en la época de la Acción Católica, que es esencialmente un movimiento de
apostolado. Queda claro que el espíritu apostólico constituye una parte
integrante de la vida cristiana, y existió siempre en la Iglesia, incluso entre
los seglares. Pero la novedad hoy es la integración oficial en la vida de la
Iglesia, bajo la acción inmediata de la Jerarquía, de estos esfuerzos de
apostolado y de conquista por parte del laicado. Es una de las «cosas nuevas»
que en el momento oportuno, al lado de las «cosas antiguas», el Padre de familia
sabe sacar de su tesoro.
El
apostolado seglar organizado es una verdadera necesidad para la Iglesia de hoy;
pues en el estado actual de las cosas, el clero sería incapaz por sí solo de
mantener las posiciones de la Iglesia en el mundo, y aún más de conquistar
nuevas. Los Papas y los Obispos no dejan de decirlo en nuestros días: ¡el
apostolado es un deber para todos los cristianos! Debemos convencernos a fondo
de esta verdad, para que, después de haber comprendido ciertas verdades
importantísimas en este campo, nos decidamos también a practicar generosamente
el apostolado mariano.
La caridad hace del apostolado un deber
Amamos a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra alma, con todo nuestro
corazón, con todas nuestras fuerzas. Ahora bien, amar es «velle bonum», desear y
querer el bien para el ser amado. Por eso querríamos engrandecer y enriquecer a
Dios, hacerlo más dichoso. Afortunadamente eso es imposible, puesto que El, en
Sí mismo, ya es infinitamente bueno, rico, grande y dichoso. Sólo podemos
aumentar su «gloria exterior», esto es, hacerlo conocer, amar, honrar y servir
mejor por otros seres… Hacia esta meta han de tender todos nuestros esfuerzos, y
esto es, a toda evidencia, hacer apostolado.
Con
toda nuestra alma amamos también a Cristo, el Hombre-Dios. Como Dios es infinito
en toda perfección; como Hombre está lleno de verdad y de gracia, y es
perfectamente dichoso. Pero tiene derecho, también como Hombre, a ser conocido y
glorificado. A causa de sus humillaciones y de su obediencia hasta la muerte, se
le ha dado un Nombre, dice San Pablo, que está por encima de todo otro nombre; y
a este Nombre toda rodilla debe doblarse en el cielo, y asimismo en la tierra y
hasta en los infiernos. Todo nuestro apostolado lleno de amor debe contribuir a
realizar este programa divino.
Además de esto, hemos de acordarnos que El vino para traer la luz, la verdad, la
paz y la vida a las almas, y así glorificar a su Padre. Para eso vivió, y para
eso quiso morir. Ahora bien, los hombres permanecen fuera de la influencia de
Jesús por millones. Son casi innumerables quienes lo ignoran, quienes por
consiguiente no lo aman y no se sirven de su vida llena de trabajos y
sufrimientos, y viven por eso en las tinieblas y en el pecado, y son así
desdichados en este mundo y se pierden por la eternidad. La obra de Cristo está
inacabada, parece incluso un fracaso. Por lo tanto, nuestro amor por el
Hombre-Dios debe decidirnos a darlo todo, a sacrificarlo todo por medio del
apostolado, para suplir así a lo que en cierto sentido falta a la vida y pasión
de Cristo.
Amamos a la Santísima Virgen con gran amor. Por consiguiente, debemos desear con
toda nuestra alma que le sea atribuido todo lo que importa y conviene
atribuirle. Y la obra de Jesús es la suya. Ella comparte, como nueva Eva, toda
la obra redentora de Jesús. Los triunfos de Jesús son triunfo de Ella, los
fracasos de Jesús son también fracaso de María. Las almas también son suyas, las
almas que Ella redimió con Jesús, las almas de que Ella es realmente Madre. Y
así, nuestro amor por Ella no podría sufrir que, si tenemos la oportunidad de
conjurar esta desgracia, las almas se vean privadas de la vida divina, o no
alcancen en esta vida el grado a que estaban llamadas. También por amor a la
Santísima Virgen, queremos ser apóstoles.
Y
el amor del prójimo, este amor que Cristo nos impone con asombrosa insistencia,
nos hace del apostolado un deber. Esta caridad exige de nosotros que asistamos
efectivamente al prójimo; debemos vestir a los desnudos, socorrer a los
enfermos, alimentar a los hambrientos, dar de beber a los que tienen sed…
Multitudes de hombres sufren de todo eso, mucho más en el plano espiritual que
en el plano material. Por eso es para nosotros un deber elemental que,
dondequiera nos sea posible, ayudemos espiritualmente a los ciegos a ver, a los
sordos a oír; que tratemos de curar a los enfermos, de saciar a quienes tienen
hambre y sed, de purificar a los leprosos y resucitar a quienes duermen el sueño
de la muerte. Todo eso, en cierta medida, lo podemos: y por lo tanto lo debemos
hacer.
Lo
repetimos una vez más: por todos estos motivos, el apostolado es para nosotros
un deber. Y a cada uno de nosotros se aplica en cierto sentido la palabra de San
Pablo: «Væ mihi nisi evangelizavero!: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!».
Todo esto lo haremos de manera excelente por y con María. Vivir en la santa
esclavitud de María ya es una buenísima manera de ejercer el apostolado. Pues de
este modo le damos todo a la Santísima Virgen, para que Ella disponga libremente
de todos los valores comunicables de nuestras acciones para la conversión,
santificación y felicidad de nuestro prójimo.
Todo esto lo haremos de manera más perfecta aún, si nuestra vida entera se
impregna de este pensamiento del apostolado, si entregamos nuestros humildes
tesoros a Nuestra Señora con una intención apostólica explícita, y si de todos
los modos posibles intentamos conducir las almas a Nuestra Señora, a fin de
darlas por Ella infaliblemente a Cristo; si, en otras palabras, nos esforzamos
por establecer el reino de María en las almas, para edificar en ellas el reino
glorioso de Cristo.
V
El reino de Cristo por el reino de María
La tesis
Hay
una convicción que, en estos últimos años, se difundió rápidamente por el mundo
y se arraigó profundamente en las almas: y es que vivimos «la hora de María»,
«la era de María», «el siglo de María». El mismo Sumo Pontífice lo constató más
de una vez, entre otras en las primeras líneas de la Constitución Apostólica
Munificentissimus Deus: «Para Nos es un gran consuelo ver… la piedad a la Virgen
María, Madre de Dios, en pleno florecimiento y crecer cada día más, y ofrecer
casi en todas partes presagios de una vida mejor y más santa». La Consagración
del mundo al Corazón Inmaculado de María, la definición dogmática de la gloriosa
Asunción de Nuestra Señora, los estudios casi obstinados de los Mariólogos para
elucidar cada vez más «el misterio de María», el movimiento de vida mariana
intensa inspirado sobre todo en la doctrina de San Luis María de Montfort,
recientemente canonizado, la «Gran Vuelta», el viaje triunfal de Nuestra Señora
de Fátima a través del mundo, la Peregrinatio Mariæ que se organiza en todas
partes con gran entusiasmo y con resultados humanamente inexplicables, el Año
Mariano que acabamos de vivir para celebrar el centenario de la definición
dogmática de la Inmaculada Concepción, el establecimiento en el mundo entero de
la fiesta de la Realeza universal de María, los acontecimientos de Siracusa:
estas son algunas de las manifestaciones de este reino de María, que Montfort
anunciaba hace más de doscientos años.
Todo esto pone a la orden del día, como una actualidad candente, la tesis del
gran Apóstol de María sobre el reino de Cristo por el reino de su santa Madre.
Creemos que es de utilidad general para el mundo cristiano que sean conocidas un
poco más. En ninguna parte, que sepamos, se ha estudiado de cerca estas tesis.
Querríamos nosotros hacerlo en este trabajo, porque podría ser decisivo para
hacernos practicar el apostolado mariano, que es una segunda forma de la vida
«para María», que estamos tratando por el momento: primeramente exponerlas y
resaltar su significado y su alcance, y luego examinar los fundamentos en que
reposa su credibilidad. La autoridad de Montfort como santo y como teólogo
debería bastar, sin duda, para hacernos aceptar razonablemente sus doctrinas.
Pero pensamos que nos será extremadamente útil y convincente confrontar su tesis
con la doctrina mariana de la Iglesia y de los teólogos, y establecer otros
fundamentos que parecen conferir a estas afirmaciones, no sólo una seria
verosimilitud, sino también, a lo que parece, una verdadera certeza moral.
¡Dígnese la Madre de la Sabiduría y la Distribuidora de todas las gracias
concedernos sus luces abundantes para este estudio!
La tesis de San Luis María de Montfort, medio dogmática y medio
profética, se subdivide en varias proposiciones, que vamos a formular y exponer
sucesivamente.
Primera
Proposición
El
reino de Cristo vendrá.
«Si, pues, como es cierto, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al
mundo…», escribe Montfort en una solemne declaración que concluye su admirable
Introducción al «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen». Es
cierto que lo dice con pocas palabras; pero esta afirmación, dado el énfasis con
que la profiere, es perfectamente clara y decisiva. En «El Secreto de María» se
lee también: «¿No se podrá decir también que por María ha de venir Dios una
segunda vez, como toda la Iglesia lo espera, para reinar en todas partes…?». Y
un poco más lejos: «Se debe creer que hacia el fin de los tiempos… Dios
suscitará grandes hombres para destruir el pecado [en el mundo] y establecer en
él el reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el del reino corrompido».
Lo
que será este reino de Cristo, Montfort lo deja suponer más que describirlo. Son
alusiones a cosas que él considera como conocidas. En todo caso, se trata de una
aceptación extraordinaria de la realeza de Cristo en el mundo, pues no deja de
hablar de que entonces deben realizarse «maravillas de gracia»: «Para entonces
acaecerán cosas maravillosas en estos bajos lugares… He aquí grandes hombres que
vendrán, pero que María hará por orden del Altísimo, para extender su imperio
sobre los impíos, idólatras y mahometanos».
En
su «Oración Abrasada» esta afirmación queda fuertemente confirmada bajo una
forma interrogativa: «¿No es preciso que vuestra voluntad se haga en la tierra
como en el cielo, y que venga vuestro reino? ¿No habéis mostrado de antemano a
algunos de vuestros amigos una futura renovación de vuestra Iglesia? ¿No deben
los judíos convertirse a la verdad? ¿No es eso lo que la Iglesia espera? ¿No os
claman justicia todos los santos del cielo: “Vindica”? ¿No os dicen todos los
justos de la tierra: “Amen, veni Domine”?».
En
otro texto no menos notable de la misma Oración sigue diciendo: «¿Cuándo vendrá
este diluvio de fuego del puro amor, que debéis encender sobre toda la tierra de
una manera tan dulce y tan vehemente, que todas las naciones, los turcos, los
idólatras, los judíos mismos arderán en él y se convertirán?».
Según las leyes de una buena hermenéutica, hay que interpretar estos
textos a la luz del primer texto citado, en que Montfort, del modo más neto y
formal, afirma su convicción de que ciertamente vendrá el reino de Cristo.
Segunda
Proposición
El
reino de Cristo sólo vendrá por el reino de María.
Según Montfort, es una ley que Dios mismo se ha impuesto: «Por la Santísima
Virgen Jesucristo ha venido al mundo, y también por Ella debe reinar en él»:
estas palabras resuenan como un oráculo impresionante que sube desde los abismos
de la eternidad. Con ellas el santo misionero abre su Introducción al «Tratado
de la Verdadera Devoción».
Y
esta Introducción, después de la exposición entusiasta de las glorias de María y
de sus grandezas poco conocidas, concluye con las siguientes palabras, que son
tal vez las más notables que jamás haya escrito Montfort: «Si, pues, como es
cierto, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al mundo, ello no será
sino continuación necesaria del conocimiento y del reino de la Santísima Virgen,
que lo dio a luz la primera vez y lo hará resplandecer la segunda».
Esta tesis es múltiple y se subdivide en varias proposiciones.
1º El reino de Cristo vendrá, vendrá ciertamente, como hemos visto, pero vendrá
de hecho como una consecuencia del reino de su divina Madre.
2º Este reino de Jesucristo es una consecuencia infalible y necesaria del reino
de María. Si la dominación de la Santísima Virgen se establece, se realizará
también la dominación de su Hijo.
3º Este reino de Cristo vendrá solamente como consecuencia del reino mariano. Si
el reino de María no se realiza, Jesucristo tampoco triunfará. Nuestro santo
autor afirma esta exclusión de manera aún más explícita: «La divina María ha
sido desconocida hasta aquí, y esta es una de las razones por las que Jesucristo
no es conocido como debe serlo».
En
el pensamiento de San Luis María el reino de Nuestra Señora es, por lo tanto,
una condición indispensable para el reino de Nuestro Señor, y un medio
infalible para asegurarlo. Lo cual no quiere decir que la dominación reconocida
de la Santísima Virgen sea la única condición requerida para el reino de Cristo;
Montfort dice claramente que es «una de las razones por las que Jesucristo no
es conocido». Pero si este postulado se realiza, las demás circunstancias se
darán también, pues el reino de Cristo es una consecuencia necesaria del reino
de su santísima e indisoluble Socia. Y la explicación de todo esto, sin lugar a
dudas, es la siguiente: que cuando se conceda a la Mediadora de las gracias todo
lo que le corresponde, a causa de la adaptación íntegra de nuestra parte al
plan de Dios sobre este punto, se concederán más abundantemente a la humanidad
gracias de toda clase, y así se elevará rápidamente el glorioso edificio del
reino de Dios.
En
muchos otros lugares del «Tratado de la Verdadera Devoción» Montfort repite que
el reino de Nuestra Señora tiene por fin y por consecuencia establecer el reino
de su Hijo. Estos textos vendrán más tarde. Hemos juzgado inútil citarlos aquí,
para no sobrecargar la exposición de esta proposición.
Tercera
Proposición
Este reino de María vendrá.
San
Luis María de Montfort no afirma solamente que el reino de María es una
condición necesaria y un medio infalible para establecer el reino de Cristo,
sino que con total seguridad anuncia este reino: vendrá sin dudarlo, y «más
pronto de lo que uno piensa».
Esta afirmación es tanto más admirable cuanto que se remonta al comienzo del
siglo XVIII. Quienquiera esté un poco al corriente de la situación religiosa de
Francia en esta época, reconocerá al punto que nadie, únicamente con datos
humanos, podría haber predicho un florecimiento del culto mariano desconocido
hasta entonces. El Jansenismo ejercía en esta época una grandísima influencia,
lo cual le valió a Montfort, dicho sea de paso, vejaciones incesantes y
verdaderas persecuciones. Bajo la conducta de la Santísima Virgen el santo había
sabido preservarse totalmente de las doctrinas de la peligrosa secta, que
atacaba violentamente, entre otros, el uso frecuente de los Sacramentos y una
devoción mariana más profunda.
El
pensamiento de Montfort sobre un siglo mariano futuro no deja ninguna duda.
Varios textos, incluso tomados separadamente, dan neto testimonio de ello. Sin
embargo, esta convicción se hace aún más evidente cuando se estudian estos
textos en su conjunto.
«María casi no ha aparecido en el primer advenimiento de Jesucristo… Pero, en el
segundo advenimiento de Jesucristo, María debe ser conocida y revelada mediante
el Espíritu Santo, a fin de hacer por Ella conocer, amar y servir a Jesucristo».
«Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maestra de sus manos,
en estos últimos tiempos».
«Dios quiere que su santa Madre sea al presente más conocida, más amada, más
honrada que nunca».
«Más que nunca me siento animado a creer y a esperar todo lo que tengo
profundamente grabado en el corazón, y que pido a Dios desde hace muchos años, a
saber: que tarde o temprano la Santísima Virgen tendrá más hijos, servidores y
esclavos de amor que nunca, y que por este medio Jesucristo, mi querido Dueño,
reinará en los corazones más que nunca».
Y
describe con términos encantadores este dichoso tiempo del reino de María:
«¡Ah!, ¿cuándo vendrá este tiempo feliz…, en que la divina María será
establecida Dueña y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al
imperio de su grande y único Jesús? ¿Cuándo será que las almas respirarán a
María, tanto como los cuerpos respiran el aire? Para entonces acaecerán cosas
maravillosas en estos bajos lugares en los que, encontrando el Espíritu Santo a
su querida Esposa como reproducida en las almas, sobrevendrá a ellas
abundantemente, y las llenará de sus dones, y particularmente del don de su
sabiduría, para obrar maravillas de gracia. Mi querido hermano, ¿cuándo vendrá
este tiempo feliz y ese siglo de María, en el que muchas almas elegidas y
obtenidas por María del Altísimo, sumergiéndose ellas mismas en el abismo de su
interior, llegarán a ser copias vivientes de María, para amar y glorificar a
Jesucristo?».
Aparentemente Montfort no duda de la venida de «este tiempo feliz», sino que
solamente se pregunta cuándo será, y aspira ardientemente a este siglo bendito
de Nuestra Señora. Considerando el conjunto de los textos citados, no cabe la
menor duda al respecto.
Cuarta Proposición
Este reino de María se establecerá por la práctica de la Devoción mariana
perfecta.
Esta proposición, en definitiva, se deriva de la precedente y podríamos
adoptarla a priori. En efecto, en la precedente se trata de un gran reino de
María, de un siglo de María, en que Ella será más conocida, amada y honrada que
nunca. Ahora bien, hay que reconocer que la vida mariana, tal como la propone
San Luis María de Montfort, es la fórmula más pura, rica, elevada y
comprehensiva de la vida mariana. Por eso, difícilmente se podría hablar de
siglo de María, de reino de María, mientras esta forma más excelente del culto
mariano no sea conocida y practicada más que por un pequeño número de
cristianos.
Montfort, por su parte, afirma del modo más formal: «Dios quiere que su santa
Madre sea al presente más conocida, más amada, más honrada que nunca, lo que
sucederá, sin duda, si los predestinados entran, con la luz y gracia del
Espíritu Santo, en la práctica interior y perfecta que yo les descubriré en lo
que sigue… Se consagrarán enteramente a su servicio como sus súbditos y esclavos
de amor…, y se entregarán a Ella con cuerpo y alma, sin reparto, para ser
igualmente de Jesucristo».
En
otra parte afirma la cosa aún más formalmente. Después de describir en
magníficos términos ese tiempo feliz del reino de María en un texto ya citado,
concluye netamente: «Este tiempo vendrá sólo cuando se conozca y se practique la
devoción que enseño».
Estos textos, además, se verán confirmados por los que ilustran la
proposición siguiente.
Quinta Proposición
Este reino de María será en gran parte realizado por «los apóstoles de los
últimos tiempos», los cuales, por la perfecta Devoción a la Santísima Virgen,
realizarán su misión grandiosa.
Tranquilos: no vamos a adoptar ni defender la tesis de los Adventistas. No
tenemos ni siquiera la intención de atraer especialmente la atención de los
lectores sobre esta cuestión de los últimos tiempos. ¡Es tan difícil establecer
que en nuestra época se realizan las señales evangélicas de estos tiempos tan
graves y peligrosos! Señalemos solamente como de paso que los tres predecesores
de Su Santidad Pío XII en la Sede de Pedro parecieron indicar que estos tiempos
ya han llegado. Comoquiera que sea, recogemos aquí las indicaciones de Montfort
sobre el tema únicamente para realzar el papel que el santo misionero atribuye a
María y a su devoción más perfecta, en estos tiempos de turbaciones y de
terribles combates, que deben llevar a la victoria de Cristo.
1º
Montfort sitúa en los últimos tiempos la difusión de su perfecta Devoción
mariana, y por lo tanto del reino de María. «Todos los ricos del pueblo [los
mayores santos] suplicarán vuestro rostro de siglo en siglo, y particularmente
al fin del mundo… He dicho que esto sucederá particularmente al fin del mundo, y
pronto, porque el Altísimo con su santa Madre deben formarse grandes santos que
sobrepujarán tanto en santidad a la mayoría de los otros santos, cuanto los
cedros del Líbano sobrepujan a los pequeños arbustos».
«Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maestra de sus manos,
en estos últimos tiempos».
«María debe resplandecer, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia
en estos últimos tiempos: en misericordia, para volver a traer y recibir
amorosamente a los pobres pecadores y descarriados que se convertirán y volverán
a la Iglesia Católica; en fuerza contra los enemigos de Dios, los idólatras,
cismáticos, mahometanos, judíos e impíos endurecidos, que se revolverán
terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a todos
aquellos que les sean contrarios; y, en fin, Ella debe resplandecer en gracia,
para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de
Jesucristo que combatirán por sus intereses».
2º Montfort
hace suya la convicción que la Iglesia tiene desde hace siglos, a saber, que en
estos tiempos se levantarán santos extraordinarios, apóstoles irresistibles, que
conducirán y ganarán la gran batalla por Cristo. Describe a estos «apóstoles de
los últimos tiempos» en páginas de una elevadísima inspiración, que no podemos
reproducir aquí. El gran apóstol y profeta del reino de María cumple también
aquí una misión especialísima. Determina de manera muy precisa cuáles serán los
lazos de estas grandes almas con la Santísima Virgen María.
• María será la que suscitará y formará a estos grandes hombres por orden del
Altísimo; Ella los iluminará, los sostendrá, los alentará y los fortalecerá por
la abundancia de las gracias divinas que Ella les comunicará.
• Por su parte, estas almas serán «singularmente devotas de la Santísima
Virgen», serán los «servidores, esclavos e hijos de María». Su grandísima
Devoción mariana es descrita hasta en sus detalles: «Ellos verán claramente,
tanto como lo permite la fe, a esta hermosa Estrella del mar, y llegarán a buen
puerto, a pesar de las tempestades y de los piratas, siguiendo su guía;
conocerán las grandezas de esta Soberana, y se consagrarán enteramente a su
servicio como sus súbditos y esclavos de amor; experimentarán sus dulzuras y sus
bondades maternales, y la amarán tiernamente como hijos suyos bienamados;
conocerán las misericordias de que está llena, y la necesidad en que están de su
auxilio, y recurrirán a Ella en todas las cosas como a su querida Abogada y
Mediadora ante Jesucristo; sabrán que Ella es el medio más seguro, más fácil,
más corto y más perfecto para ir a Jesucristo, y se entregarán a Ella con cuerpo
y alma, sin reparto, para ser igualmente de Jesucristo».
• Serán también los apóstoles de Nuestra Señora y difundirán con ardor su
perfecta Devoción: «Con una mano [estas almas] combatirán…; y con la otra mano
edificarán el templo del verdadero Salomón y la mística Ciudad de Dios, es
decir, la Santísima Virgen María… Llevarán a todo el mundo, por sus palabras y
por sus ejemplos, a su verdadera devoción, lo que les atraerá muchos enemigos,
pero también muchas victorias y gloria para Dios solo».
• Todo esto ya es admirable. Pero más admirable es su afirmación de que por
medio de la perfecta Devoción a María realizarán estos grandes hombres todas
estas maravillas de gracia.
Acabamos de ver que la difusión de la Devoción excelentísima a María les hará
lograr «muchas victorias y gloria para Dios solo». En otro lugar Montfort afirma
que «con la humildad de su talón, en unión con María, aplastarán la cabeza del
diablo y harán triunfar a Jesucristo». En la «Oración Abrasada» Montfort afirma
igualmente que los santos misioneros que él pide, «por medio de una verdadera
devoción a María, aplastarán en dondequiera que vayan, la cabeza de la antigua
Serpiente».
Está claro que Montfort considera a estos grandes apóstoles como el «talón de la
Mujer», por el que Ella vencerá y aplastará a Satán, para hacer triunfar a
Cristo.
Y
el pensamiento total de Montfort se encuentra en un texto sintético de «El
Secreto de María» para el que pedimos toda la atención del lector: «Como por
María vino Dios al mundo la primera vez en la humillación y en el anonadamiento,
¿no se podrá decir también que por María vendrá Dios una segunda vez, como lo
espera toda la Iglesia, para reinar en todas partes y para juzgar a los vivos y
a los muertos? ¿Quién puede saber cómo y cuándo sucederá esto? Pero sé bien que
Dios, cuyos pensamientos son más encumbrados que los nuestros tanto como los
cielos lo son sobre la tierra, vendrá en el tiempo y del modo más inesperado de
los hombres, incluso los más sabios y versados en la Escritura Sagrada, que es
muy oscura sobre este punto. Se debe creer también que hacia el fin de los
tiempos, y tal vez más pronto de lo que se piensa, Dios suscitará grandes
hombres, llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por los que esta
divina Soberana hará grandes maravillas en el mundo, para destruir el pecado en
él y establecer el reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el del mundo corrompido;
y estos santos personajes lo lograrán por medio de esta devoción a la Santísima
Virgen, que no hago más que esbozar y disminuir por mis debilidades».
Ciertamente que nadie se atreverá a poner en duda la inmensa importancia de
estas afirmaciones de San Luis María de Montfort. Está en juego, en definitiva,
lo único necesario, está en juego todo: el reino de Cristo, el reino de Dios.
Este reino vendrá, vendrá indudablemente. Será una consecuencia necesaria del
reino de María, que también vendrá, a su vez, por medio de la más amplia
difusión de la perfecta Devoción a la Santísima Virgen, con la cual se
identifica. Esta será asimismo el arma de los grandes apóstoles que, al fin de
los tiempos, llevarán a cabo la lucha decisiva y conseguirán un glorioso triunfo
para Cristo. Así, pues, el reino de Dios sobre la tierra depende del reino de
María y de la Devoción mariana íntegra practicada por el mundo cristiano. Tesis
audaz, se podrá decir; en todo caso, afirmación de primerísima importancia. Si
Montfort tiene razón, nunca se hará lo suficiente para apresurar e intensificar
este reino de María, y para practicar y difundir la Devoción mariana perfecta,
que responda enteramente al plan de Dios.
Ya
lo hemos dicho: la persona de Montfort, su santidad heroica, sus conocimientos
teológicos profundos, los milagros que realizó y que continúa realizando, su
glorificación suprema por la Iglesia: todo esto bastaría para aceptar su tesis
sin mayor demostración.
Sin
embargo, creemos que se puede probar lo bien fundado de sus afirmaciones, hasta
llegar a la certeza moral, por una serie de argumentos. Con la ayuda de Dios y
el auxilio de su santa Madre trataremos de establecerlos someramente.
VI
El reino de Cristo en este mundo
En
nuestros últimos capítulos hemos hecho una exposición completa de las ideas de
San Luis María sobre el reino de Cristo por el reino de María. Vamos a probar
ahora, en cuanto se pueda, la verdad de estas afirmaciones.
Sin
embargo, no es nuestra intención presentar una argumentación completa sobre cada
una de las proposiciones que acabamos de recordar, particularmente por lo que se
refiere al reino de Cristo en este mundo. Se trata de una cuestión
extremadamente complicada, pues es uno de los aspectos de la famosa Parusía,
sobre la que no se acabará nunca de discutir. Vamos a extraer de esta cuestión
lo que nos parece indiscutible. Además, no se trata aquí de una cuestión
específicamente montfortana, de un problema planteado sola o principalmente por
nuestro santo autor mariano. Finalmente, hagamos observar también que, aun
suponiendo que no tuviésemos certeza de un brillante triunfo universal de
Cristo, eso no debería impedirnos tender con todas nuestras fuerzas hacia este
reino de Dios por su Cristo y por María. ¡Para pelear con valentía, un valiente
soldado no pide la certeza de la victoria!
En
las líneas que siguen hacemos abstracción de las circunstancias de tiempo, de
duración, etc. del reino de Cristo. Lo que debemos admitir como cierto, a lo que
parece, juntamente con San Luis María, es que habrá en la tierra un gran triunfo
de la Iglesia, un reino glorioso y universal de Cristo, sin que por eso este
triunfo y este reino deban englobar individualmente a todos los hombres. Por lo
que se refiere a todo lo demás decimos con Montfort: «¿Cuándo y cómo sucederá
esto? Sólo Dios lo sabe: a nosotros nos toca callar, rezar, suspirar y esperar».
«
Es
cierto que otros santos, además de Montfort, vivieron con este deseo y esta
espera. No mencionamos más que a San Juan Eudes y a Santa Margarita María. Esta
última afirmaba que el divino Corazón de Jesús no cesaba de decirle: «Reinaré,
reinaré a pesar de mis enemigos».
En
nuestra época este pensamiento de un gran reino de Cristo en preparación se
impuso a nuestra atención. Estaba inscrito en la divisa de Pío XI. La fiesta de
Cristo Rey tiene por fundamento esta esperanza. De esta expectativa nació
también la Acción Católica, como ejército mundial que, bajo la conducta del
Papa, de los Obispos y del clero, debe realizar esta dominación de Cristo Rey.
Sin
ninguna duda la Revelación se encuentra a la base de estas esperanzas. Numerosos
textos del Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos, anunciaron y
cantaron este reino universal de Dios:
«Todos los reyes se postrarán ante El, todas las naciones le servirán».
«Vendrán todas las naciones a postrarse ante Ti, Señor, y a dar gloria a tu
nombre; pues Tú eres grande y obras maravillas, y sólo tú eres Dios».
«Se
recordarán y volverán a Yahvéh todos los confines de la tierra, ante El se
postrarán todas las familias de las gentes. Que es de Yahvéh el imperio, y El
domina sobre las naciones».
La
doctrina del reino de Dios vuelve sin cesar a los labios de Jesús. Es preciso
que este reino se extienda y sea predicado en todas las naciones. Es también el
objeto de su oración. Y el fundamento más sólido, al parecer, de esta convicción
de un reino resplandeciente de Dios en el mundo es la oración de Cristo, la que
por El, por su divina Madre y por toda la Iglesia fue y es dirigida a Dios
millares de veces. Es absolutamente imposible que esta oración no sea oída:
«Padre nuestro, que estás en los cielos: santificado sea tu Nombre, venga a
nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo»:
¡triple fórmula para pedir en definitiva una sola cosa, lo único necesario!
En
un tema de tanta importancia aspiramos a la certeza. Se podría objetar que en
muchos textos del Antiguo Testamento e incluso del Nuevo parece tratarse del
triunfo de Cristo y del reino de Dios en el cielo después del juicio final.
Afortunadamente, tenemos en el Nuevo Testamento un gran número de textos que
predicen con toda evidencia un triunfo magnífico y un reino de Cristo de cierta
duración en la tierra. A la luz de estos textos, y dada la unidad de la
Escritura, que no constituye en definitiva más que una sola Biblia, esto es, un
solo Libro, nos está permitido interpretar en este sentido los pasajes menos
claros del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, tenemos el famoso texto de San
Pablo a los Romanos: «No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio…: el
endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la
totalidad de los gentiles. Y así todo Israel será salvo». Lo que quiere decir
que todas las naciones paganas reconocerán a Cristo y que también el conjunto de
Israel adherirá a su doctrina. Salta a la vista que esto es, con otros términos,
el anuncio de una dominación universal de Cristo.
El
Apocalipsis es un libro profético y misterioso, y es muy difícil aplicar sus
diversas partes a acontecimientos determinados. Pero o las palabras no tienen
ningún sentido, o hay que admitir que textos como los que siguen se refieren a
gloriosos triunfos de la Iglesia, y por lo tanto al reino de Dios y a la
dominación de Cristo.
«El
séptimo Angel tocó la trompeta, y entonces sonaron en el cielo fuertes voces que
decían: “Ha llegado el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y
reinará por los siglos de los siglos”». Y los veinticuatro Ancianos entonan
entonces el cántico: «Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y
que era, porque te has revestido de tu inmenso poder para establecer tu
reinado».
Después de la victoria de la Mujer sobre el Dragón, resuena un nuevo cántico:
«Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la
potestad de su Cristo».
El
triunfo de la Iglesia y el reino del Señor en tiempos que precedan a la
consumación de todas las cosas en este mundo desencadena como una tempestad de
aclamaciones: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios
Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria».
La
visión bien conocida del Dragón encadenado y del Abismo cerrado por una duración
simbólica de mil años, no tiene otro significado que el de una gran victoria de
la Iglesia y de Cristo, antes de un tiempo muy breve de una última lucha
terrible, que será ganada igualmente por Cristo y por su Iglesia: «Luego vi a un
Angel que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y una gran
cadena. Dominó al Dragón, la Serpiente antigua —que es el Diablo y Satanás— y lo
encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos,
para que no seduzca más a las naciones hasta que se cumplan los mil años.
Después tiene que ser soltado por poco tiempo».
A
pesar de todas las divergencias de interpretación de los Libros Santos, en
particular del Apocalipsis, parece que del conjunto de estos textos se desprende
la neta seguridad de un gran triunfo y de un reino universal de Cristo en este
mundo. Por lo tanto, Montfort no edificó sobre la arena su afirmación de que «es
cierto [que] el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan a este mundo».
Vivimos en una época de luchas formidables, de esfuerzos casi desesperados de la
Iglesia para ganar esta batalla mundial para Dios y para su Cristo.
Que
el Aleluya del Apocalipsis resuene anticipadamente en nuestros corazones y
alegre nuestras vidas. La victoria es segura. Un último testigo, el sublime San
Pablo, lo proclama: «Es preciso que El reine, hasta que ponga a todos sus
enemigos bajo sus pies». Cristo vencerá a todos sus enemigos sin excepción, y
los vencerá antes que a la muerte (por la resurrección), que será el último
enemigo vencido por El.
VII
El reino de María
La
doctrina del reino de Cristo en este mundo y los argumentos que lo apoyan son de
dominio común. No era preciso, pues, que lo expusiéramos y demostrásemos
ampliamente. Pero llegados ahora al pensamiento central de Montfort en esta
materia, debemos presentar más detenidamente las pruebas de la objetividad de su
tesis: la conexión estrecha, libremente querida por Dios, entre el reino de
María y el de su Hijo adorable. Nadie, que sepamos, afirmó tan netamente como
Montfort, no sólo ya la dependencia real, aunque oculta, de este reino respecto
de la intervención de María, sino también la conexión entre el conocimiento y
reino de María y el conocimiento y reino de Cristo. Y es que esta dependencia es
tan real como la Mediación universal de María en relación a toda gracia; ya que
el establecimiento del reino de Dios es una gracia, o mejor dicho una poderosa
confluencia de gracias, y en definitiva la gracia más preciosa que pueda
concederse al mundo.
Montfort habla aquí, al menos en parte, como profeta: su admirable doctrina
mariana —y sus previsiones sobre el futuro del reino de Dios por María forman
incontestablemente parte de ella— la aprendió por revelación: «He aquí un
secreto que el Altísimo me enseñó, y que no he podido encontrar en ningún libro
antiguo ni moderno».
Pero unas revelaciones particulares, por muy seriamente que parezcan
establecidas, no pueden ser el fundamento principal de nuestras actitudes
sobrenaturales. Todo lo que es objeto de revelaciones privadas, incluso y sobre
todo lo que parece salir de los límites de la doctrina comúnmente admitida y de
las prácticas ascéticas generalmente aceptadas, debe ser confrontado con el
dogma católico y la práctica de la Iglesia. Una proposición, nueva en
apariencia, sólo puede ser aceptada si se manifiesta conforme a esta doctrina;
igualmente, sólo se impone a nuestro asentimiento si parece derivarse
naturalmente de ella.
Ahora bien, estamos persuadidos de que la doctrina de Montfort sobre el reino de
María, y la conexión estrecha y necesaria de este reino con el de su Hijo, no
sólo no está en contradicción con la doctrina cristiana generalmente admitida,
sino que al contrario se adapta a ella perfectamente; es más, se deriva de ella,
si no con plena certeza, sí al menos con una grandísima verosimilitud.
La
doctrina de Montfort a este respecto es nueva en cierto sentido. Es una de estas
«novedades» que el Padre de familia, al lado de las cosas antiguas, saca de vez
en cuando de su tesoro. Es un ejemplo, al lado de otros que se confirman en
nuestros días, de esta «evolución del dogma» sanamente comprendida, y que no es
más que la comprensión más neta y completa que la Iglesia va teniendo, bajo la
acción del Espíritu de Dios, de las verdades contenidas en germen desde siempre
en el tesoro de la Revelación, y acompañada consiguientemente por una adaptación
práctica más completa a una verdad más claramente comprendida.
La
conformidad de la doctrina de Montfort con las verdades enseñadas comúnmente en
la Iglesia debe manifestarse, ante todo, por lo que se refiere al reino de María
considerado en sí mismo; y luego en su necesaria conexión con el reino de
Cristo.
«
Uno
de los argumentos de San Luis María de Montfort en favor del reino de María es
el siguiente:
María es la obra maestra de Dios después de la santa Humanidad de Jesús, una
obra maestra de su Sabiduría, de su Amor y de su Omnipotencia. Dios quiere que
esta obra maestra sea conocida y que por ella los hombres le tributen gloria y
acción de gracias, no sólo más tarde en el cielo, sino ya aquí en la tierra. Por
eso, Dios ha querido en estos últimos tiempos revelar y descubrir a María, que
anteriormente no había sido conocida suficientemente.
El
punto débil de esta argumentación, para cierto número de cristianos y también de
sacerdotes, estaría en la afirmación de que María no es suficientemente
conocida, amada y honrada. Temerían más bien que no haya exceso en la materia.
Esta objeción prueba precisamente, por parte de quienes la formulan, un
conocimiento imperfecto del «misterio de María», que tiene como consecuencia que
juzguen ampliamente suficiente la parte que corrientemente se concede a la Madre
de Jesús en la vida cristiana.
A
Montfort, por su parte, le parecía en su tiempo «que la divina María ha sido
desconocida hasta aquí», lo que evidentemente debe entenderse de un conocimiento
insuficiente. El Padre Faber, hablando —es cierto— de su época y de su país,
constataba que la devoción a la Santísima Virgen era débil, raquítica y pobre;
que particularmente su ignorancia de la teología le quitaba toda vida y
dignidad. Y atribuía a «esta sombra indigna y miserable, a la que nos atrevemos
aún a dar el nombre de devoción a la Santísima Virgen», todas las miserias,
todas las tinieblas, todos los males y todas las omisiones de que hablaba.
Sin
ninguna duda tenemos que reconocer que en estos últimos tiempos han habido
progresos inmensos en materia de mariología, como veremos detalladamente más
lejos. Pero si examinamos las cosas desde más cerca, ¡cuántas lagunas quedan aún
por colmar, para que la Santísima Virgen —sin hablar de los mil quinientos
millones de no cristianos— ocupe íntegramente en el conocimiento teórico y en la
vida práctica de nuestros cristianos el lugar que le corresponde según el plan
divino! Sólo entonces se podrá hablar del «reino de María».
No
hace mucho tiempo nos encontramos, en la diócesis del difunto Cardenal Mercier,
con cristianos practicantes y además muy instruidos, que nos miraron con
extrañeza cuando les hablamos de la Mediación universal de María. ¿Cuántos
fieles tienen una noción exacta de la Corredención? ¿Cuántos cristianos se dan
perfectamente cuenta de que la Maternidad espiritual de Nuestra Señora es una
Maternidad real, verdadera, y no una maternidad en sentido metafórico? ¿Qué se
sabe, incluso en los medios teológicos, de la realeza de María, o al menos del
modo concreto como se ejerce? Hemos tenido que dar a menudo, delante de
auditorios de sacerdotes, una síntesis del misterio de María y de las
consecuencias que comporta lógicamente; y muchas veces hemos escuchado esta
reflexión: «Para nosotros es una revelación».
Cuando se estudia atentamente el plan de Dios, cuando se está obligado a
comprobar que en este plan María está presente siempre y en todas partes, que
Dios la ha querido y colocado junto a Cristo en todas las fases de su obra
salvífica, en la Encarnación, en la Redención, en la Santificación de las almas,
y eso no sólo en sus grandes líneas, sino también en los más mínimos detalles de
esta obra —por ejemplo en la distribución actual de toda gracia—, uno siente
que, a pesar de todos los progresos realizados, aún estamos lejos del ideal en
este punto, lejos del «reino de María», que reclama que por principio
introduzcamos a María en todas las manifestaciones y en todos los aspectos de la
vida cristiana.
Bajo la conducta suprema del Espíritu de Dios, bajo la dirección e influencia
del Papa y de los Obispos, por el trabajo encarnizado de los teólogos y sabios,
por todo esto sostenido con la aportación de inmensas energías de oraciones y
sacrificios, el misterio de María, poco a poco, debe ser plenamente destacado, y
este conocimiento debe ser llevado al pueblo cristiano por los sacerdotes y por
los apóstoles seglares. Y cuando el mundo cristiano, por la gracia de Dios y
bajo la conducta de la Iglesia, haya adaptado plenamente su vida espiritual a
este conocimiento bendito, entonces se podrá decir: «Pervenit in vos regnum
Mariæ: ha llegado a vosotros el reino de María».
«
Otra consideración, a nuestro parecer, encuentra aquí su lugar.
La
Iglesia es un organismo vivo, y por consiguiente un organismo que crece y se
desarrolla, con un crecimiento que debe notarse, no sólo de manera extensiva con
la conquista para su doctrina y su vida de masas humanas cada vez más numerosas,
sino también por una vida y actividad cada vez más rica, plena e intensa en su
propio seno. Hay progreso en las obras de Dios. Sus empresas para la
santificación de las almas, y por lo tanto para su propia glorificación, se
producen según una línea ascendente. En la economía de la salvación, tal como la
vemos desarrollarse, hay algo que, con conmovido agradecimiento, nos haría decir
a Dios como el maestresala de las bodas de Caná: «Tú has guardado el buen vino
hasta ahora». Parece que lo que la revelación cristiana contiene de más hermoso,
elevado y precioso, debe ser mejor comprendido y vivido a medida que progresan
los tiempos. ¿No es este el caso de la vida de la gracia, de la santa Misa, de
la doctrina del Cuerpo místico, de la inhabitación de Dios en nuestra alma, y
asimismo de los misterios del amor de Dios a nuestras almas por la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús?
Ahora bien, ¿no es una de las invenciones más sublimes y preciosas de la
Providencia paterna de Dios hacia nosotros —¡habría podido ser de otro modo!—
que también la Mujer tenga su parte en la redención y santificación de las
almas, que por su influencia se obtenga un perfeccionamiento accidental de las
obras de Dios, al que Billot llama tan justamente el «melius esse Redemptionis»,
una mejor realización de la Redención, y por consiguiente una mejor realización
de la santificación y de toda la obra de salvación, una mejora maravillosa de
esta difícil empresa, un brillo precioso de que se verá revestida, un atractivo
especial de que estará impregnada, la nota femenina y materna, tan dulce y
atractiva, de que se verá marcada toda la economía de salvación, del mismo modo
que el orden de la caída lleva tan claramente la marca de Eva y de sus hijas?
¿No
parece aceptable y conforme a la línea de la Providencia divina, que en este
elemento tan dulce, atractivo, lenitivo y encantador del cristianismo, se deje
sentir un crescendo poderoso querido por Dios, sobre todo en tiempos de
persecuciones y de pruebas; que entonces, para suavizar los sufrimientos y las
penalidades, la Mujer ideal, la Madre bondadosísima, sea puesta de relieve más
que nunca, y que más que nunca María sea conocida, amada, honrada y servida; lo
que, en otras palabras, significa el reino de Nuestra Señora?
«
Todas estas consideraciones no carecen de fundamento. Se dirá tal vez que son
sólo argumentos de conveniencia. Tal vez. Pero, una vez más, no hay que
subestimar el valor de este tipo de argumentos en el mundo sobrenatural.
Nosotros mismos hacemos ordinariamente, a no ser que estemos retorcidos, lo que
nos parece ser conveniente. ¿Que deberemos decir entonces de Aquel que es la
Santidad infinita, la misma Bondad y el mismo Amor?
En
todo caso, hay que admitir que los argumentos expuestos hasta aquí nos hacen
aceptable el «regnum Mariæ». En las siguientes consideraciones nos parece ver un
verdadero argumento, que confiere a esta tesis, si no la certeza, al menos sí
una seria posibilidad.
María es para Cristo, el nuevo Adán, una nueva Eva: esto es, «adiutorium simile
sibi», una ayuda semejante a El. Este es uno de los principios fundamentales de
la Mariología, tal vez el más rico de todos, pero en todo caso un principio
aceptado por todo el mundo y fuertemente resaltado en estos últimos años. María,
semejante a Cristo por su plenitud de gracia y sus incomparables virtudes, y
asimismo por la incomparable grandeza de su Maternidad divina, debe ser su
Colaboradora universal en todas sus obras y en todos sus misterios. Los teólogos
concluyen de este principio que —en su modo subordinado de nueva Eva, pero
realmente— Ella debe compartir con Cristo todo lo que El puede, hace o posee. Y
así, porque El es Redentor, Mediador y Rey, María ha de ser Corredentora,
Mediadora y Reina. Es una exigencia de esta asociación indisoluble que Dios ha
querido entre Cristo y Ella. Este razonamiento no se encuentra sólo en los
Mariólogos, sino muy frecuentemente también en las Encíclicas papales, e incluso
muy recientemente en la Constitución apostólica sobre la Asunción,
Munificentissimus Deus, y en la Encíclica sobre la realeza de María, Ad cæli
Reginam.
Ahora bien, hemos visto que Cristo reinará en la tierra, sobre los hombres
viadores, y no solamente sobre los bienaventurados del cielo. Por eso podemos
concluir: tampoco en esto será separada María de su Hijo y Esposo espiritual, y
por eso compartirá con El el amor, la sumisión y los homenajes de los individuos
y de las naciones: ¡juntamente con Cristo, María reinará en el mundo!
Este razonamiento se hace más apremiante aún, cuando se recuerda que María
compartió la vida oculta, pobre y sufriente de Jesús; Ella tuvo parte en su
Pasión y en su muerte. Con El, Ella fue la «Ancilla Domini», la Esclava del
Señor, y como tal se hizo obediente con El hasta la muerte de cruz de su Hijo,
que le fue más dolorosa que si Ella misma hubiese tenido que sufrir esos
tormentos…
Y
si, a causa de esto, le ha sido dado a Cristo un Nombre que está por encima de
todo nombre, de suerte que toda rodilla debe doblarse ante El en el cielo, en la
tierra y hasta en los infiernos, ¿podremos pensar que, al comenzar para El esta
glorificación, se rompa de repente la «asociación» de María con El, de modo que
Ella quede relegada en el silencio, en el olvido…? ¡Mil veces no! ¡Sentimos
enseguida que es algo imposible!.
María está siempre y en todas partes junto a Jesús: ¡sí, en la pobreza, en el
anonadamiento y en el sufrimiento, y también en el triunfo y en la gloria,
sentándose a su derecha en la eterna gloria del Padre, pero colocada asimismo
como Reina junto al Rey inmortal, para recibir los homenajes, el amor, el
agradecimiento y la sumisión de la humanidad sobre la tierra! ¡El reino de María
ha de llegar, porque la dominación de Cristo es segura!
«Dios quiere revelar y descubrir a María», dice el Padre de Montfort, «porque
Ella se ocultó en este mundo y se puso más abajo que el polvo por su profunda
humildad». Así se cumple una vez más la ley formulada por Jesús: «Quien se
humilla será ensalzado».
VIII
Lazo necesario entre el reino de Cristo
y el reino de María
Hemos constatado hasta aquí la certeza del reino de Jesús, y probado, al menos
con gran verosimilitud, que llegará igualmente el reino de Nuestra Señora. Ahora
hemos de controlar, a la luz de la teología, las afirmaciones de Montfort sobre
el lazo necesario que él establece entre el reino de María y el de su Hijo.
A
nadie se le escapa la importancia de esta cuestión, tanto desde el punto de
vista cristiano en general como desde el punto de vista específicamente
montfortano. En definitiva, es el punto central de la doctrina y de la práctica
montfortana. A causa de esta conexión, que le parecía fuera de toda duda, San
Luis María se convirtió en el infatigable apóstol de María por la palabra y por
los escritos. ¿Acaso no llama a su Tratado «una preparación al reino de
Jesucristo»? Y toda su actividad mariana se encuentra orientada finalmente a la
dominación de Jesucristo, como no deja de repetirlo.
Unidad del
plan divino
Dios es adorablemente Uno en su Esencia, y por lo tanto adorablemente simple y
consecuente en sus obras. Maravillosa es la armonía, la coordinación y la
interdependencia de ser y de operaciones que El hace reinar en el orden de la
naturaleza. Mucho más maravillosa aún es la armoniosa unificación, que
encontramos por todas partes, en sus obras de gracia. Por ejemplo, ¿no podemos
reducir toda la economía de la salvación a la unión de la humanidad con Dios en
Cristo, esto es, primero la unión personal con la Humanidad santa de Jesús, y
luego la unión de gracia de toda la humanidad con El en el Cuerpo místico de
Cristo? Y ¿quién no se admira de que la «divinización» del hombre por la gracia
se opere por los mismos órganos que la «humanización» de Dios, especialmente por
lo que se refiere al papel de la Santísima Virgen?
¡Qué verosímil es desde entonces que Jesús, que vino al mundo por María, tenga
también que reinar por Ella en el mundo!
¡Qué verosímil es que la Santísima Virgen, que cumplió en su primera venida un
papel tan decisivo y múltiple de mérito, de oración, de consentimiento y de
cooperación física, tenga que cumplir, en lo que llamamos su segunda venida para
reinar sobre los hombres, un papel importante, aunque sea de manera distinta!
¡Qué natural parece que donde la salvación de los hombres comenzó por María, sea
también completada por su influencia!
El
paralelismo sublime de las obras de Dios, ¿no reclama que Aquella que nos dio al
Redentor, al dulce Salvador de Belén, nos traiga también al Triunfador
invencible, que debe pisotear a todos sus enemigos y reinar sobre la humanidad
en la caridad?
Sentimos espiritualmente que María sigue siendo el Camino real, puro y
espléndidamente preparado, por el que Cristo vino a nosotros, sigue viniendo y
vendrá siempre en todas sus venidas y en todos sus advenimientos.
María es siempre y en todas partes la dulce y radiante Aurora, que precede,
anuncia e introduce al deslumbrador Sol de justicia…
Sabemos que todo esto son argumentos de conveniencia… Pero el alma cristiana
tiene la intuición de que a todo esto hay que concederle gran importancia, hasta
el punto de persuadirse de que ha debido hacerse más o menos así, y que, por
decirlo así, no podía ser de otro modo. ¿No es acaso un gran teólogo el que,
aunque fuese para otro punto de doctrina, se atrevió a razonar así: «Potuit,
decuit, ergo fecit…: Era posible, era conveniente, luego Dios lo hizo»?
Repasa pausadamente el misterio de María en su conjunto… Considera cómo en el
pensamiento de Dios, en el plan de Dios, en la predestinación de Dios, Ella no
está separada de Cristo; cómo Ella se encuentra unida a su prehistoria en las
figuras y profecías del Antiguo Testamento, en su historia en este mundo, en su
Encarnación y en su infancia, en su vida pública, en su muerte, en su
resurrección y en su ascensión a su Padre… Acuérdate cómo, por su cooperación
libremente pedida y libremente consentida, todas las obras de gracia, la
Encarnación, la Redención, se cumplieron por Ella; cómo todas las operaciones
que son consecuencia de la Encarnación y de la Redención se siguen cumpliendo
por Ella a título de Mediadora de todas las gracias; y cómo Dios le hace ejercer
aquí una actividad multiforme… Desde entonces, salta a la vista que también para
la consumación provisoria de todas estas obras sin excepción, le concede a la
Santísima Virgen una influencia importante y múltiple, y que, de más de un modo,
Ella ayuda a realizar el reino de Dios; que Ella lo realiza por la acción
subjetiva de la gracia, que a Ella está reservada; y que también su
glorificación y el irresistible atractivo que Ella ejerce sobre la humanidad
como Mujer y como Reina, conduce infaliblemente a la elevación de su Hijo sobre
el trono del corazón de los hombres, y a su reino de caridad en el mundo…
Así
se puede seguir una sola y misma línea en toda la obra maravillosa de Dios; así
la divina sinfonía de la historia humana queda construida sobre un mismo tema en
dos fragmentos, tema que encontraremos sin cesar en esta composición
maravillosa, retomada en todos los tonos, desarrollada en todos los ritmos, para
culminar finalmente en un coro grandioso, deslumbrador…
Quien reflexiona y reza, se dará cuenta de que la tesis del reino de
Cristo por el reino de María se adapta maravillosamente a todo lo que sabemos
sobre la economía divina de la salvación, y es un postulado muy neto y exigente
del corazón cristiano, del alma cristiana, del sentido cristiano…
La ley de la
recirculación
Presentamos ahora un argumento teológico, al que pensamos que nadie podrá
negarle un serio valor.
El
plan de Satán, muy logrado, fue el siguiente: perder al hombre por la mujer, y
por ellos a todo el género humano. El papel de la mujer es de introducción, de
preparación, y más tarde de cooperación; el papel del hombre, por su parte, es
decisivo y de terminación.
Dios sigue a Satán, por decirlo así, en el terreno elegido por él, y lo bate con
sus propias armas. Puesto que en el orden de la caída todo comenzó por la mujer,
María se encontrará al principio del orden de la restauración y de la salvación.
Todo comienza por Ella. Ella aparece la primera en este mundo, Ella es la
primera en triunfar contra el demonio por su Concepción Inmaculada, aunque lo
haga «in virtute Christi», en virtud de los méritos previstos del Hombre-Dios.
María nos da a Cristo, y esto después de su coloquio con el Angel, que es el
equivalente encantador de las tratativas fatales de Eva con el ángel de las
tinieblas. Todo, pues, comienza por María, pero se consuma y se termina por y en
Cristo. María no podía salvarnos; la vida y la muerte de Jesús eran
indispensables para ello, y en esta vida y muerte salvadoras Ella tuvo su parte
subordinada, pero real. Y en la aplicación a los hombres de los frutos del
Sacrificio de Jesús, al que Ella participó, Ella es la Colaboradora de Cristo,
el Canal por el que los torrentes de gracias del Corazón de Jesús llegan hasta
nosotros, convirtiéndose así realmente en la «Madre de todos los vivientes».
Este es el plan de Dios en el orden de la gracia y de la vida, como respuesta a
la infernal astucia de Satán.
Pero démonos cuenta de esto: la salvación y santificación de los hombres,
incluso su bienaventuranza, no es ni puede ser un fin último para Dios. Son
fines subordinados, y medios para asegurar su gloria y su reino. Pues, en
definitiva, Cristo no es para nosotros, sino nosotros para Cristo: «Todo es
vuestro; y vosotros de Cristo». Sin lugar a dudas, la glorificación de Dios y de
su Cristo es de suyo más importante que la salvación de todos los hombres,
considerada como tal. La gloria de Dios y el reino de Cristo, que son en el
fondo la misma cosa, es un fin superior a la salvación, a la santificación e
incluso a la bienaventuranza eterna de los hombres. Y si miramos estas cosas más
de cerca, la salvación y santificación de las almas se identifica con el reino
de Dios y la dominación de Cristo, considerados desde un ángulo especial, pues
el reino de Dios consiste en resumen en dar a Dios y a Cristo lo que les
corresponde, y en esto estriba la justicia y perfección de los hombres.
Así, pues, tenemos dos datos: por una parte sabemos que en la obra de la caída,
y por lo tanto también en el orden de la restauración o de la salvación, todo
comienza por la mujer y se termina por el hombre; y, por otra parte, tenemos la
certeza moral del reino de Cristo, nuevo Adán, y de María, nueva Eva.
¿No
se impone entonces la conclusión: por lo tanto, el reino de Cristo debe llegar
por el reino de María, como la caída de Adán llegó por la caída de Eva, y como
la restauración de la humanidad es la obra de Cristo consecuentemente a la
operación de María? ¿Y podría ser de otro modo? De no ser así, ¿no habría un
hiato en el encadenamiento de las obras divinas, un error en la realización de
los planes del divino Arquitecto, una ruptura repentina en la admirable y
sublime lógica de la economía de la salvación, una excepción injustificada a las
leyes que Dios mismo se fijó y a las que, por otra parte, se ha mantenido
escrupulosamente fiel?
No,
el reino de Cristo, al establecerse en toda su extensión y en su pleno
esplendor, no será y no podrá ser más que una consecuencia de la dominación de
María reconocida casi universalmente. También en esto el papel de la Mujer será
un papel de preparación y de introducción al triunfo del Hombre. «A Jesús por
María» no ha de aplicarse solamente en la historia individual de las almas, sino
que también debe realizarse en el plano mundial y en la historia de toda la
humanidad y del reino de Dios. ¡A la realeza universal de Cristo por el triunfo
de María, por una devoción intensificada y perfecta a Nuestra Señora! El reino
de María, cuyos felices comienzos y gloriosos progresos contemplamos, es la
Aurora infinitamente consoladora que anuncia infaliblemente los esplendores del
Astro real y divino… Y estaríamos tentados de cantar desde ahora un Magnificat
de júbilo por lo que ya podemos ver que ha de realizarse en el futuro.
Triunfadora
de todas las batallas de Dios
He
aquí otra consideración de orden dogmático, que nos parece de gran valor y de
considerable fuerza probadora. La dominación mundial de Cristo en la caridad y
su reino en el mundo serán una victoria, un triunfo espléndido, obtenido a costa
de luchas terribles y a través de espantosas persecuciones. Es la doctrina
cristiana, netamente manifestada en la Escritura y especialmente en el
Evangelio, en las Epístolas apostólicas y más particularmente aún en el
Apocalipsis. Hacia el fin de los tiempos todas las fuerzas de ambas partes se
comprometerán en la lucha, de modo semejante a como se movilizan todos los
recursos combativos de los ejércitos para la batalla final de una guerra. Satán
se servirá de su experiencia secular en este plano, y «sabiendo que le queda
poco tiempo», producirá su obra maestra de orgullo, de malicia, de odio y de
poder, el Anticristo y sus satélites, para intentar aprovechar su oportunidad
suprema en una lucha mundial, que para su vergüenza y confusión, como ya
sabemos, será su derrota aplastante y un triunfo glorioso y definitivo para
Cristo y su Iglesia.
Ahora bien, María deberá tener parte en esta lucha y jugar en ella un papel
decisivo, y por consiguiente manifestarse de manera totalmente especial, lo que
equivale a su reino en esta tierra. Ella logrará esta victoria espléndida para
Cristo, que se oculta por decirlo así detrás de Ella, como la Serpiente, en el
caso de Adán, se había ocultado detrás de Eva. O, si se quiere, Cristo
conseguirá en Ella y por Ella este triunfo que inaugura su reino, y realmente se
identifica con él. Y como todo entonces será llevado a su apogeo, el furor de
los ataques de Satán, el despliegue del poder invencible de Cristo, y por
consiguiente también la parte especial de María en la lucha y en el triunfo, es
evidente que María será «más conocida, amada y honrada que nunca», lo que
equivale al reino de María. «María debe resplandecer más que nunca en
misericordia, en fuerza y en gracia en estos últimos tiempos…: en fuerza contra
los enemigos de Dios…, que se revolverán terriblemente para seducir y hacer
caer, con promesas y amenazas, a todos aquellos que les sean contrarios…; en
gracia, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de
Jesucristo, que combatirán por sus intereses».
Todo esto puede deducirse de la doctrina católica conocida.
La
Iglesia ve en María a la Adversaria personal de Satán, que debe triunfar contra
él por y para Cristo. Por eso instituyó fiestas para conmemorar acontecimientos
que prueban la influencia decisiva de la Santísima Virgen en las grandes luchas
por el reino de Dios: la fiesta del santo Rosario, la del santo Nombre de María,
la de Nuestra Señora Auxilio de los Cristianos… Expresa y canta su convicción y
su alegre agradecimiento en este punto con textos que nunca podrían meditarse lo
suficiente: «El Señor ha derramado sobre ti bendiciones, comunicándote su poder:
pues por medio de Ti ha aniquilado a nuestros enemigos». Afirmación aún más
fuerte y universal: «¡Tú sola has destruido todas las herejías en el mundo
entero!». Fuertísima afirmación, en efecto: Tú, Tú sola, todas las herejías, en
el mundo entero… Se diría que la Iglesia teme no expresar su pensamiento con
suficiente claridad, ni con bastante fuerza. Es evidente que aquí hay que ver,
implícitamente expresada, una ordenación divina. Siempre será así. Cada
victoria, individual o colectiva, lograda contra Satán por un pobre pecador o
por un santo religioso, por la Iglesia entera o por una u otra nación cristiana,
será siempre obra de Ella, después de Cristo y de Dios .
Los
Papas no se cansaron de repetir casi hasta la saciedad, sobre todo en las horas
de angustia, que sólo María puede darnos la victoria. No es este el lugar para
citar dichos textos. Son realmente legión. Desde Pío IX hasta Pío XII, todos los
Papas insistieron en esto, y Pío XII no fue ciertamente el que menos.
Y
también por eso, quien sigue atentamente la historia de la Iglesia, verá
desarrollarse la devoción mariana al mismo tiempo y en la misma proporción que
los ataques de Satán contra la humanidad, cada vez más peligrosos y llenos de
odio.
Así, en el siglo XIX, frente a la violencia creciente del infierno,
que pone en acción entre otros a la francmasonería, el naturalismo, el
racionalismo, el socialismo, el laicismo, el modernismo, el espíritu
revolucionario, etc., vemos también cómo María sube cada vez más alto en el
horizonte de la Iglesia: ¡María bella como la luna, radiante como el sol, pero
también María terrible como todo un ejército en orden de batalla!
En nuestros
días
En
nuestro tiempo se puede decir que la lucha alcanzó su paroxismo. Satán movilizó
contra la Iglesia el nacional-socialismo, que, de haber triunfado, hubiese
tratado de aniquilar el cristianismo, y que, según Pío XII, fue la amenaza más
grave que hasta entonces hubiera pesado sobre la Iglesia de Dios. Y ahora que el
nazismo está vencido, y que una de las cabezas del Dragón ha sido abatida, se
levanta otra, aún más peligrosa y más terrible: el comunismo impío.
Pero hemos de constatar que al paroxismo del odio contra Dios corresponde un
desarrollo inaudito del reino de María. Más tarde daremos una descripción más
detallada de este crecimiento maravilloso de la piedad mariana. Será la
contraprueba de las afirmaciones y de las profecías de Montfort. Piénsese
solamente en el movimiento mundial de consagración a la Santísima Virgen,
coronado por la consagración oficial del género humano al Corazón Inmaculado de
María por Pío XII; en la «santa locura» desencadenada en el mundo por el viaje
triunfal de las imágenes de Nuestra Señora; en los congresos marianos
grandiosos, en la reciente definición dogmática de la Asunción, en la
institución de la fiesta de la Realeza de María, etc.
Según todas las apariencias, la historia de la Iglesia proseguirá en esta misma
línea. Vamos hacia luchas, Pío XII nos lo advirtió repetidas veces, que
superarán todo lo que el pasado vio de más terrible. Vamos hacia tiempos en los
que se exigirá simplemente el heroísmo para ser fiel. ¡Es la hora de la Mujer!
Entonces Ella se medirá con toda su fuerza con su adversario secular. ¡Frente a
lo que será el esfuerzo supremo del odio, de la astucia, del orgullo y del poder
del demonio, Ella pondrá en acción la obra maestra de su amor, de su humildad,
de su santidad y de su fortaleza incomparables, realizada por Ella en el alma de
sus hijos, de sus servidores, de sus apóstoles!
Y
queda claro que Ella no llevará esta lucha de incógnito. No es la costumbre de
Dios. La devoción mariana, la vida mariana, el reino mariano, seguirán
creciendo, intensificándose y extendiéndose. Será manifiesto, una vez más, que
Ella debe vencer a todos los enemigos de Dios y aniquilar todas sus empresas,
incluso las más temibles, las más peligrosas, las más satánicas… Y así llegará
el triunfo. El mundo ha sido consagrado a María. Su gloriosa Asunción ha sido
definida. Su realeza ha sido colocada en primer plano. Su Mediación, después de
algunas escaramuzas que llegan a su fin, será plenamente resaltada y definida un
día, sin lugar a dudas. De todo esto las almas sacarán las conclusiones
prácticas que se imponen, y adaptarán cada vez más su vida al misterio de María,
ahondado y profundizado como nunca. La consagración mariana será puesta cada vez
más en el centro de la vida cristiana y vivida con más inteligencia y fidelidad;
pues, para tener parte en el triunfo de la Mujer, es evidente que se requiere
estarle íntimamente unido… El talón es el miembro más fuerte del cuerpo humano,
a condición de estarle íntimamente unido. Y, para triunfar, debemos ser «el
talón de la Mujer».
Todos debemos comprender que esto es el reino de María, por el que se asegura el
triunfo final, que significa la dominación universal de Cristo.
¡Así, «al fin, el Corazón Inmaculado de María triunfará»: y este triunfo será el
reino de Cristo Rey!
IX
El reino de Cristo por María y las profecías de San Luis María de Montfort
En
nuestras consideraciones precedentes respecto de la tesis de San Luis María
sobre el reino de Cristo por el reino de su santísima Madre, nos hemos colocado
en el terreno doctrinal. Pensamos haber demostrado que sus afirmaciones
concuerdan perfectamente con el dogma cristiano y son incluso la conclusión
lógica que, si no con certeza, sí al menos con verosimilitud, podemos sacar de
varias verdades de la doctrina mariana comúnmente admitidas.
Es
también indudable que las proposiciones de Montfort en este punto son también
predicciones. ¿Son profecías verdaderas y verídicas, que merecen nuestra
adhesión como tales? ¿Se puede o se tiene que decir: Montfort lo predijo, luego
se realizará? Estimamos que así es. Tenemos, a lo que parece, la certeza moral
de que las predicciones de Montfort en este punto deben cumplirse. Y llegamos a
lo que dejábamos entrever más arriba: una actitud fundada y razonada a propósito
de la tesis del gran Apóstol de María sobre el reino de Cristo por el reino de
Nuestra Señora.
En
el sentido estricto de la palabra, una profecía es el conocimiento sobrenatural
y la predicción infalible de acontecimientos futuros, que no podrían conocerse
naturalmente. Una profecía sólo puede venir de Dios, pues sólo El conoce el
futuro, especialmente en los casos en que está en juego la libertad humana. En
efecto, estos acontecimientos no existen aún en sí mismos, ni tampoco de modo
cierto en sus causas, puesto que pueden producirse o no producirse. Por eso,
sólo existen en la presciencia y predestinación de Dios, que es el único que
puede conocerlos por Sí mismo y comunicar su conocimiento a quien le plazca.
¿Podemos saber con certeza moral o al menos con verosimilitud, si alguien es
profeta y habla bajo inspiración y con la luz de Dios?
Evidentemente, se impone aquí una gran circunspección. El demonio es el «simio
de Dios», y la imaginación o incluso, por desgracia, el prejuicio de engañar al
prójimo, pueden jugar un gran papel, como lo comprobamos muy a menudo.
La
santidad del «profeta» es, según el parecer de todos, un índice serio, aunque no
infalible, de la objetividad de lo que anuncia en nombre de Dios. Y es que la
santidad excluye el designio de querer engañar a sabiendas. Y el error
involuntario, incapaz de distinguir las alucinaciones de una imaginación
enfermiza y las invenciones del espíritu de la tinieblas, de las inspiraciones
del Espíritu de Dios, se encuentra en ellos mucho más raramente.
Los
milagros, realizados expresamente para confirmar la verdad de una profecía, son
una prueba apodíctica de ella, y fuera de este caso, algunos milagros realizados
constituirán una fuerte presunción en favor de ella.
Finalmente, las verdaderas profecías ya realizadas son indudablemente un
argumento muy serio en favor del origen divino de otras predicciones sobre el
mismo tema, y pueden en ciertos casos dar una verdadera certeza moral.
Apliquemos estos principios, brevemente recordados, a nuestro Padre de Montfort.
Montfort, incontestablemente profeta
Es
un santo, reconocido como tal por la Iglesia, y, como lo hemos oído repetir
cientos de veces en boca de sacerdotes religiosos y de religiosos de toda orden
y de todo color, un gran santo —Pío XII se confesaba deslumbrado por el brillo
de su santidad—, y sin duda uno de esos «grandes santos, que sobrepujarán tanto
en santidad a la mayoría de los otros santos, cuanto los cedros del Líbano
sobrepujan a los pequeños arbustos» . Eso es para nosotros, por lo tanto, un
primer motivo de confianza y una garantía de objetividad.
Montfort hizo milagros, o más justamente, Dios los hizo por su oración y por su
intermedio. Hizo milagros después de su muerte, oficialmente reconocidos por la
Iglesia, y sigue realizándolos, en cuanto nosotros podamos juzgar de ello. Hizo
muchísimos durante su vida: curaciones instantáneas, multiplicación durante
meses enteros del alimento necesario para centenares de obreros de su Calvario,
etc. Para él las puertas de las iglesias se abrían por sí solas, las campanas se
ponían a tocar, pasaba a través de las puertas de prisión cerradas con cerrojo…
No queremos decir que estos hechos demuestren infaliblemente la verdad de sus
predicciones, pero son también una preciosa indicación en su favor.
Además, en su vida, hay un gran número de profecías realizadas, a veces a
algunos años de distancia, otras veces a la de cientos de años. En su primer
viaje al salir del seminario, amenaza con los castigos divinos a unos
desdichados que, a pesar de sus reproches, no abren la boca sino para decir
blasfemias y cosas sucias. Después de un cierto tiempo uno de ellos muere en
estado de ebriedad bestial, y los otros dos son heridos gravemente en una riña
entre ellos.
Luego de un largo trabajo parcialmente infructuoso en la ciudad de Rennes, en la
que había pasado los años de su juventud, le deja este triste adiós:
Adiós, Rennes, Rennes, Rennes,
Deploro tu destino;
Te anuncio mil penas,
Perecerás al fin,
Si no rompes las cadenas,
Que esconces en tu seno.
Seis años más tarde un inmenso incendio, que duró más de diez días, redujo a
cenizas la mayor parte de la ciudad. Y la población se decía: «¡Es el
cumplimiento de la profecía del Padre de Montfort!».
La
teología hace observar que una profecía es tanto más notable cuanto más
netamente se determinan por adelantado sus circunstancias. He aquí, pues, un
hecho muy notable desde este punto de vista. En una misión, predicada en Saint-Christophe-du-Ligneron,
en la diócesis de Luçon, convirtió a un cierto Tangaran, culpable de graves
injusticias que exigían restitución, y que su autor prometió realizar. Cuando
más tarde el misionero se presenta para arreglar el asunto en detalle, Tangaran,
por influencia de su mujer, ha cambiado de parecer y se niega a restituir. El
santo varón lo amenaza con los castigos de Dios: «Estáis apegados a los bienes
de la tierra y despreciáis los bienes del cielo. Vuestros hijos no tendrán buen
futuro y morirán sin descendencia. Vosotros mismos caeréis en la miseria y no
dejaréis después de vosotros ni siquiera con qué pagar vuestro entierro». La
mujer le replica en son de burla: «De todos modos dejaremos de lado treinta
soles para hacer sonar las campanas en nuestra sepultura». «Y yo os digo
—contesta el santo— que en vuestro entierro las campanas no tañerán». Todo esto
se realizó al pie de la letra. Y por lo que se refiere al último punto, Tangaran
y su mujer acabaron en la pobreza y no dejaron más que deudas. Murieron los dos
un Jueves Santo, la mujer en 1730 y el marido en 1738: por lo tanto, 18 y 26
años más tarde. ¡Los dos fueron enterrados en Viernes Santo, el único día del
año en que no pueden tañer las campanas!
Podríamos proseguir la serie. Sin embargo, no es este el lugar. Señalemos aún
tan sólo la profecía del «Jardín de las Cuatro figuras», un parque de mala fama
de Poitiers para el que anuncia la fundación de un hospital de enfermos
incurables, mantenido por religiosas, lo cual se realizará 42 años más tarde; la
predicción sobre su Calvario de Pontchâteau, destruido por orden de la autoridad
civil, y magníficamente restaurado más tarde; el desarrollo prodigioso de su
congregación femenina, las Hijas de la Sabiduría; su notable profecía al Padre
Mulot, a quien predijo una restauración completa de su salud si consentía en
entregarse con él a la obra de las misiones, etc.
La gran
profecía
Pero hay más aún, y esto es realmente decisivo para nosotros. Júzguelo el
lector. Se trata de una profecía muy circunstanciada sobre la suerte del
mismísimo libro en que se encuentran sus predicciones a propósito del reino de
Cristo por María. Creemos que se trata de uno de los textos más notables que
podamos encontrar en los escritos de los santos. Presentamos aquí este texto,
con su contexto inmediato.
«Más que nunca me siento animado a creer y a esperar todo lo que tengo
profundamente grabado en el corazón, y que pido a Dios desde hace muchos años, a
saber: que tarde o temprano la Santísima Virgen tendrá más hijos, servidores y
esclavos de amor que nunca, y que por este medio Jesucristo, mi querido Dueño,
reinará en los corazones más que nunca.
Preveo muchas bestias convulsas que vienen furiosas para desgarrar con sus
dientes diabólicos este pequeño escrito y a aquel de quien el Espíritu Santo se
ha servido para escribirlo, o por lo menos para envolverlo en las tinieblas y el
silencio de un cofre, a fin de que no aparezca; atacarán y perseguirán aún a
aquellos y a aquellas que lo lean y lo lleven a la práctica. Pero ¿qué importa?
¡Al contrario, tanto mejor! ¡Esta perspectiva me anima y me hace esperar un gran
éxito, es decir, un gran escuadrón de bravos y valientes soldados de Jesús y de
María, de uno y otro sexo, para combatir al mundo, al diablo y a la naturaleza
corrompida, en los peligrosos tiempos que van a llegar más que nunca!
Qui legit,
intelligat. Qui potest capere, capiat» .
Querer analizar todos los detalles de este texto y mostrar
su realización nos llevaría demasiado lejos y nos haría salir del marco de este
estudio. Nos limitamos a señalar los «desgarramientos» a los que el autor de la
profecía estuvo ampliamente sometido; los ataques y persecuciones de que son
blanco quienes leen este libro y tratan de poner en práctica sus enseñanzas, y
con mayor razón quienes se convierten en sus apóstoles y promotores; el gran
escuadrón de bravos y valientes soldados de Jesús en María, de quien se reclama
justamente la Legión de María, a condición de no hacerlo de manera exclusiva.
Atraemos más especialmente la atención del lector sobre algunas particularidades
típicas de este texto. San Luis María habla de «bestias convulsas que vienen
furiosas para desgarrar con sus dientes diabólicos este pequeño escrito…». Es
evidente que se trata de los demonios. Lo cual no significa que las potestades
infernales deban realizar este «desgarramiento» de manera inmediata y sin
intermediarios. Satán puede servirse de instrumentos, de hombres mal
intencionados, o incluso de personas sin intenciones perversas. Querríamos
subrayar más especialmente tres afirmaciones de este texto, imprevisibles de
suyo, y mostrar su realización pasmosa, recordando que una profecía tiene
siempre algo de imprecisión, y que las diversas partes parecen casi siempre
enredadas una con otra.
1º El libro debía ser desgarrado. Ahora bien, que nuestro querido Tratado lo
haya sido es algo cierto, sin que sepamos ni cuándo, ni cómo, ni quién lo hizo.
En el manuscrito, tal como lo conocemos, le faltan más de 80 páginas. Pero, cosa
aún más importante, el estudio del texto demuestra la ausencia de toda una
primera parte, de la que no queda ninguna huella . Al fin del volumen faltan
también algunas paginas, entre otras el texto de la Consagración, distinto tal
vez del que usamos hoy en día. Por lo tanto, esta primera parte de la predicción
se realizó.
2º «O por lo menos para envolverlo en las tinieblas y el silencio de un cofre, a
fin de que no aparezca». Esta segunda afirmación tuvo una realización tal vez
más impresionante. El «Tratado» fue escrito hacia el fin de la vida de su autor,
probablemente en 1712. ¡Y sólo fue encontrado en 1842, realmente «en las
tinieblas y el silencio de un cofre», por un Padre de la Compañía de María de la
Casa Madre de Saint-Laurent-sur-Sèvre, que, buscando material para un sermón
mariano, después de consultar algunos libros de la biblioteca, empezó a hurgar
en un cofre que contenía toda clase de papelotes, entre los que la Providencia
le hizo encontrar el precioso manuscrito!
3º Por lo que se refiere al «éxito» de que se trata aquí, dejando de lado lo que
se describe explícitamente, creemos poder interpretar también la profecía en el
sentido de que el libro mismo se ha difundido en una amplia escala. Ha conocido
63 ediciones francesas, de las que algunas, y las más importantes, fueron
editadas en Canadá. Además fue traducido a más de 20 lenguas. Sólo en Bélgica y
Holanda se sucedieron, en sólo treinta años, unas 15 ediciones con una tirada
total de 150.000 ejemplares. Sin lugar a dudas es por el momento el libro
mariano más leído y meditado, y el que, según el parecer de teólogos reputados,
merece ocupar en el campo mariano el lugar que ocupa la «Imitación de Cristo» en
la espiritualidad general.
El
cumplimiento evidente de esta profecía, que tiene la misma virtud probadora que
un milagro, es una prueba de que el autor no se equivocaba cuando afirmaba que
el Espíritu Santo se había servido de él para escribir este libro, de modo que
llegamos por una doble vía a la conclusión de que sin lugar a dudas se
realizarán las profecías de Montfort sobre el reino de Cristo por el reino de
María: en primer lugar porque, como acabamos de decirlo, la realización de esta
profecía prueba que el libro que la contiene ha sido escrito bajo la inspiración
del Espíritu de Dios, y esto es lo que explica, por otra parte, la unción tan
especial de que está impregnado; y en segundo lugar porque el cumplimiento de la
predicción sobre la suerte del libro nos da la certeza moral de que las demás
profecías que contiene sobre el reino de Dios por María, y que son aún mucho más
importantes, se realizarán a su tiempo.
Ahora bien, nuestra argumentación doctrinal en este punto, como todo lo que
acabamos de ver sobre el incontestable espíritu profético de Montfort, se
encuentra formalmente confirmado por lo que la Iglesia ha vivido desde hace cien
años y vive aún por el momento: la historia contemporánea e innumerables otros
hechos le dan razón al Apóstol y Profeta del reino de María. Ante estos
acontecimientos nos vienen a la mente y a los labios las palabras de Cristo: «Venit
hora, et nunc est: Ha llegado la hora, y ya estamos en ella».
X
Ha llegado la hora (1)
En
este estudio sobre «el reino de Cristo por el reino de María» hemos expuesto e
intentado probar la gran tesis de San Luis María de Montfort sobre el tema: el
reino de Cristo vendrá sin lugar a dudas. Vendrá, y sólo llegará por el reino de
María. Este reino de identifica con la difusión de la Devoción mariana excelente
que propone San Luis María. Hemos tratado de demostrar estas proposiciones del
gran Apóstol de María ante todo por medio de consideraciones doctrinales, y
luego por el hecho —ya que estas proposiciones tienen un sesgo profético— de que
Montfort poseía indudablemente el espíritu de profecía. Esta última afirmación
se confirma con fuerza por la realización evidente de las predicciones hechas
por nuestro Padre en una época en que nada hacía prever un desarrollo magnífico
del culto de María. Las páginas que siguen dan algunos detalles sobre esta
marcha ascendente del conocimiento y de la piedad mariana en la Iglesia en
nuestro tiempo, «el siglo de María».
No
pretendemos hacer la historia completa y detallada de la expansión e
intensificación del culto mariano en estos últimos tiempos. Para ello no
bastaría un volumen entero. Querríamos más bien ofrecer a nuestros lectores un
panorama a vuelo de pájaro de este reino, una mirada de conjunto, como una de
esas imágenes tan netas y completas de un paisaje determinado que debemos a
nuestros aviadores. No será tampoco un estudio histórico-crítico: tres cuartos
de página de notas para diez líneas de texto… Pero creemos poder afirmar que
todas nuestras informaciones han sido seriamente controladas.
Este estudio es infinitamente consolador y alentador para todos los que se
entregan al apostolado mariano. Somos de nuestro tiempo. El viento de Dios sopla
en nuestras velas.
«
No
se puede estudiar la historia contemporánea de la Iglesia sin convencerse de que
el progreso en el conocimiento de la doctrina mariana y la ascensión constante
de la glorificación de María son una de las características más sobresalientes
de esta historia, tal vez su característica principal.
Nos
inclinamos a hacer remontar a 1830, a las apariciones de la Santísima Virgen a
Santa Catalina Labouré, la primera aurora del siglo de oro de Nuestra Señora.
Estas apariciones ejercieron en el mundo, desde el punto de vista mariano, una
influencia profunda que está lejos de haberse agotado. La «Medalla milagrosa»
renovó en millones de almas la confianza en la intervención poderosa y
misericordiosa de María. La confianza, es cierto, no es la cumbre más elevada de
la devoción mariana, pero es una de sus manifestaciones más importantes, que
dispone y prepara para aspectos más desinteresados de esta vida mariana.
Y
lo que siempre nos impresionó de estas apariciones es que son sintéticas, por
decirlo así, y dan el resumen de todo lo que las disposiciones divinas, en
materia de doctrina mariana, debían realzar en los decenios siguientes. Así, por
ejemplo, hablan de la Inmaculada Concepción por la oración cuyo rezo pide la
Santísima Virgen: «¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que
recurrimos a Vos!». La realeza de Nuestra Señora sobre el mundo y sobre las
almas, que de modo práctico será reconocida por la consagración, y de modo
solemne y oficial por la institución de la fiesta de esta Realeza, está
claramente indicada en la visión de la Virgen sosteniendo el globo terráqueo en
sus manos. La Mediación universal de las gracias se manifiesta por la riqueza de
los rayos que, de sus manos extendidas, se difunden sobre el mundo. La devoción
al Corazón de María, e incluso la asociación estrecha e indisoluble de Jesús y
de María, sobre los que hoy se concentra tan fuertemente la atención del
pensamiento cristiano, son indicados por la reproducción de los Sagrados
Corazones de Jesús y de María en el reverso de la Medalla milagrosa.
En
1836 se sitúa el aviso tan conocido del cielo al Padre Desgenettes en París:
«Consagra tu parroquia al Corazón Inmaculado de María», como consecuencia de lo
cual no sólo la parroquia de Nuestra Señora de las Victorias sufre en poco
tiempo una transformación maravillosa, sino que además se produce un movimiento
mundial de piedad mariana por la erección de la Cofradía del Corazón Inmaculado
de María para la conversión de los pecadores, que aún hoy cuenta con más de
20.000.000 de afiliados, y por la que se han logrado innumerables curaciones de
almas.
En
1842 tiene lugar un acontecimiento de importancia mínima en apariencia, pero en
realidad de inmensa trascendencia para la Iglesia de Dios: en Saint-Laurent-sur-Sèvre
un Padre Montfortano descubre el manuscrito del «Tratado de la Verdadera
Devoción a la Santísima Virgen», de San Luis María de Montfort. Este pequeño
libro, que se difundirá en el mundo entero, influenciará ya directa ya
indirectamente el desarrollo de la Mariología. Llevará a millones de almas a la
Consagración total de sí mismas a la Reina de los corazones, y a una devoción
mariana más profunda, que abarque e impregne toda su vida. Justamente cien años
más tarde este librito habrá contribuido en gran parte a crear en la Iglesia la
atmósfera deseada y esperada por los Papas para proceder a la Consagración del
mundo al Corazón Inmaculado de María.
En
1846 tiene lugar la aparición de La Salette, que a pesar de no influenciar la
vida de la Iglesia en el mismo grado que Lourdes o Fátima, debe ser considerada
como un acontecimiento mariano importante, cuyo significado e influencia parecen
revivir hoy, después de más de cien años.
En
1854 le toca el turno a la definición de la Inmaculada Concepción. Después de
haberse realizado, nos parece muy natural que se haya producido en 1854. ¿Nos
hemos preguntado alguna vez por qué no uno o varios siglos antes? La divina
Providencia habría podido muy bien hacer madurar esta verdad en una época
anterior. Pero debía ser colocada al comienzo del siglo de María, debía ser como
un poderoso toque de clarín, cuyas resonancias se prolongaran durante los años
siguientes; debía ser como un maremoto que inundase el mundo con las olas
benditas del conocimiento y del amor marianos. Cuando se piensa en el movimiento
de estudios y oraciones que precede a semejante definición —y en nuestra época
estamos bien colocados para juzgarlo—, en las festividades y solemnidades que
suscita por el mundo, uno puede darse cuenta, y el historiador está ahí para
confirmarlo, de lo que esta definición ha sido para la vida de la Iglesia. Fue
la colocación del fundamento, sobre el que los Papas, Obispos y sabios
cristianos debían edificar el monumento de la Mariología. Y no sería difícil
presentar testimonios numerosos y autorizados para demostrar que no fueron unos
simples fuegos artificiales, sino un acontecimiento con influencias profundas,
cuyos efectos se harían sentir durante décadas, y cuyos frutos saboreamos aún
hoy.
En
1854 la Iglesia proclamó a María Inmaculada en su Concepción. La augusta Reina
del cielo no podía dejar sin respuesta semejante acontecimiento, y el 25 de
marzo de 1858 se le aparece a Bernardita, en la Gruta de Lourdes, para decirle:
«Yo soy la Inmaculada Concepción», y para responder con un beneficio mundial al
homenaje del mundo entero.
No
es nuestro intento describir con detalle lo que es Lourdes. Lourdes es un
milagro permanente, la confirmación palpable de nuestra fe en un tiempo de
escepticismo y naturalismo, la curación corporal y espiritual de miles de
desgraciados, la renovación cotidiana de la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén y de su paso bienhechor por los pueblos y aldeas de Palestina… Lourdes
es todo esto, y mucho más que esto; el Obispo de Nuestra Señora, Monseñor Théas,
lo decía recientemente: Lourdes es la dulce presencia sentida y experimentada de
María. No se puede describir o explicar esto. El hecho es innegable. Todos o
casi todos los que han estado allí pueden atestiguarlo. Para comprenderlo es
menester haberse sentido repentinamente, a los pies de la Gruta bendita, bajo la
influencia de lo sobrenatural y realmente de una Presencia invisible… Millares y
millares de almas lo han experimentado, y lo siguen experimentando cada día.
Lourdes es la capital del reino de María, un rincón del Paraíso transportado
sobre la tierra…
Después de las apariciones de Lourdes y la proclamación dogmática de 1854 no
habrá en el campo mariano, durante décadas enteras, otros grandes
acontecimientos exteriores que tengamos que señalar especialmente. El mundo
cristiano pudo vivir durante largos años con el rico alimento mariano que
acababa de serle servido. Otras grandes cosas, como por ejemplo la Consagración
del mundo a la Santísima Virgen, se preparaban. Con todo, los tiempos no estaban
aún maduros para esto. Sin embargo, muy pronto las piedras milenarias, cada una
de las cuales señala una etapa hacia el desarrollo pleno del reino de María,
empezarán a multiplicarse a lo largo del camino de la historia.
El
Papa mariano León XIII sucedió en 1878 al Papa mariano Pío IX. En 1883 aparece
la primera encíclica sobre el Rosario. Entre 1883 y 1898 seguirán apareciendo,
cosa casi increíble, nueve encíclicas marianas y gran cantidad de otros
documentos marianos de manos de León XIII, que beatificará a Luis María de
Montfort y afirmará más de una vez haber sacado en parte su estima y amor del
Rosario del contacto con este gran Apóstol de María. El mes de octubre se
convierte en el mes del santo Rosario y el equivalente del amable mes de María,
lo cual significa claramente un progreso considerable en este terreno dentro de
la vida de la Iglesia. Más importantes aún fueron los progresos de la
Mariología, consecuencia inmediata de las enseñanzas pontificias. Como lo hizo
observar el añorado Profesor Bittremieux en su utilísima obra Doctrina Mariana
Leonis XIII, toda la Mariología quedó realzada, y especialmente, en un sentido
muy progresista, la misión que la Santísima Virgen cumple en relación con la
humanidad: asociación íntima de principio con Cristo en toda la economía de la
salvación, su Corredención, su Mediación, tanto en la adquisición como en la
aplicación de las gracias, etc.
Todos los Papas siguientes marcharán por este camino, y el «más que nunca» de
Montfort se realizará dentro de esta esfera, la más elevada.
También San Pío X —tal vez no se lo ha notado lo suficiente— era un Papa
mariano. Dio su plena aprobación y manifestó su mayor estima a la vida mariana
tal como la expone Montfort. Desde el punto de vista mariano, el apogeo de su
Pontificado se encuentra en la riquísima Encíclica Ad diem illum, escrita en
1904 con motivo del quincuagésimo aniversario de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción. Para componerla, el Pontífice quiso repasar la obra
maestra de Montfort y se inspiró ampliamente de ella, como lo recordó más de una
vez y lo demuestra fácilmente el estudio comparado de los dos documentos.
Benito XV, a su vez, soñaba con realizar algún acto mariano esplendoroso: la
Consagración del mundo a María, la definición de la Mediación… La muerte le
impidió realizar este designio. Sin embargo, ejerció una notable influencia en
el desarrollo de la doctrina y piedad marianas por sus Cartas apostólicas (entre
otras, Inter Sodalitia, en la que encontramos un texto decisivo sobre la
Corredención en sentido estricto), por sus instantes exhortaciones a dirigirse a
María como Reina de la Paz, como Mediadora de todas las gracias y como el
Camino más corto y seguro para ir a Jesús. Conservamos con gratitud su precioso
testimonio sobre el Tratado, tantas veces citado en esta obra, al que adjudica
«el mayor peso y la mayor suavidad», con el deseo de «que encuentre una difusión
aún mucho más amplia, como excelente medio de promover el reino de Dios».
Pío
XI era personalmente tan mariano que, durante treinta años, en el Cenáculo de
Milán, dio cada tarde de mayo una conferencia llena de doctrina y piedad; que,
incluso siendo Papa, se negaba a tomar su descanso antes de haber acabado su
Rosario completo. De él tenemos dos Encíclicas marianas, una sobre la Maternidad
divina y espiritual de María con motivo de los mil quinientos años del Concilio
de Efeso, y otra sobre el Rosario, como adiós al mundo cristiano, casi en
vísperas de su muerte.
Superfluo será hacer notar que Su Santidad Pío XII, gloriosamente reinante, no
se quedó atrás de ninguno de sus Predecesores en materia de mariología. Al
contrario, estamos persuadidos de que los ha superado a todos. En el transcurso
de este opúsculo tendremos ocasión de exponer más en detalle el papel magnífico
que Su Santidad Pío XII cumple en la realización de las profecías de Montfort
sobre «el siglo y el reino de María».
XI
Ha llegado la hora (2)
Progresos de
la Mariología
Es
muy notable que las profecías de Montfort anuncien que María debe ser «más
conocida», y por consiguiente «más amada y más honrada»; habla «del conocimiento
y del reino de la Santísima Virgen». Es decir, a la base de una devoción
verdadera e intensa debe haber un conocimiento exacto, sólido y profundo de la
doctrina mariana: «Nihil volitum nisi præcognitum: No se ama lo que no se conoce
previamente». Y, gracias a Dios, una de las características de nuestra época es
la de haber alcanzado una penetración más adelantada e íntima de lo que llamamos
comúnmente «el misterio de María». A este progreso contribuyó poderosamente el
magisterio doctrinal de la Iglesia, ejercido por el Papa y los Obispos,
directamente por la exposición de la doctrina mariana, e indirectamente por el
apoyo enérgico dado al estudio de los Mariólogos.
También en el campo mariológico vale incontestablemente el «más que nunca». En
ninguna época se ha concedido tan amplio lugar a los estudios marianos en
nuestras Universidades y Seminarios. Jamás se escribió tanto sobre Mariología
como desde hace cincuenta años. En este espacio de tiempo apareció una decena de
tratados completos sobre el tema. Innumerables son los libros, artículos y
folletos que abordan algún punto particular de la ciencia mariana. Cosa
desconocida no hace tanto tiempo, se multiplican los Congresos Marianos
nacionales e internacionales, que estimulan a la vez la ciencia y la piedad
marianas. En unos diez países se han constituido Sociedades de Estudios
Marianos, sobre el modelo de las «Mariale Dagen» de Tongerlo (Bélgica), que los
pusieron en marcha. Bélgica, juntamente con Holanda, jugó en este campo un
papel de primer plano. Los pequeños países pueden ser grandes en ciertos campos.
Pocas naciones reunieron en la misma época tantos Mariólogos de fama como los
Países Bajos hace veinte años. En este tiempo vivían y trabajaban en la más
bella de las emulaciones Bittremieux, Lebon, Van Crombrugghe, Merkelbach,
Janssens, Druwé, Derckx, Friethoff y otros… ¡Linda falange!
De este modo se consiguieron importantes resultados en el campo de
la Mariología. El principio de María, nueva Eva, ha sido puesto más en claro y
utilizado para un gran número de consecuencias que se imponen. La misión que la
Santísima Virgen cumple con Cristo como Mediadora de la humanidad ha sido
analizada cuidadosamente y expuesta más completamente. En muchos puntos se ha
logrado la casi unanimidad entre los teólogos, y en muchos otros, aún un poco
discutidos, podremos ver el mismo resultado en un futuro próximo. ¿Queremos
darnos cuenta de los progresos realizados sobre un punto particular? Cuando,
hace unos cincuenta años, hacíamos nuestros estudios de teología, la Mediación
de las gracias de la Santísima Virgen recibía la nota de «pia et probabilis
opinio», opinión piadosa y probable. Hoy esta verdad es considerada por la mayor
parte de los teólogos como cierta y definible.
La piedad
mariana
El
ascenso de la piedad mariana caminó a la par que el desarrollo de la Mariología.
En este punto sobre todo no se espere de nosotros una exposición detallada y
completa, que requeriría volúmenes.
Nuestro Padre de Montfort afirma haber leído casi todos los libros existentes en
su tiempo que trataban de la Santísima Virgen. Para quien sepa varias lenguas,
la cosa sería sin duda imposible en el día de hoy. La literatura de devoción
mariana, y asimismo la de teología mariana, es sumamente amplia, y al lado de
libros y de folletitos bastante mediocres a pesar de la buena intención de sus
autores, contamos también con obras de gran valor que, basadas sólidamente en la
sana doctrina mariana, son aptas para alimentar y desarrollar enormemente la
piedad mariana. Hay que notar que casi todos los autores contemporáneos, que
como Bernadot, Plus y otros, tienen gran reputación como escritores de obras de
ascética general, han querido ofrecer también un trabajo en el campo mariano.
Más notable aún es el hecho de que en nuestros días aparecen pocas obras de
espiritualidad en que no se dediquen uno o varios capítulos a exponer los lazos
del tema tratado con la doctrina y la vida marianas. Asimismo, en todos los
países del mundo prospera de manera excepcional la prensa mariana periódica, con
toda clase de revistas. Damos como ejemplo de ello nuestra modesta revista
popular «Mediadora y Reina» y su equivalente flamenca, que tiene en este momento
una tirada de 230.000 ejemplares. ¡Hace veinte años no habríamos podido soñar
con una cifra semejante!
Señalemos, sobre todo en ciertos países, la magnífica expansión de las «uniones
marianas», tan preconizadas por el Santo Padre. Y si en otros países parece
haber un retroceso en este terreno, este fenómeno se debe a una baja de todo lo
que no es obligatorio, y sobre todo a la existencia de otras asociaciones,
particularmente de Acción Católica, hacia las que la juventud se siente más
atraída.
A
este propósito hay que observar los esfuerzos serios de la Acción Católica por
adaptarse a la corriente mariana actual. A veces hubieron grandes lagunas en
este punto. Pero en los últimos años se comprueba mucha comprensión a este
respecto y esfuerzos muy loables para colmar estas lagunas. Con la Legión de
María tenemos un hermoso intento para ir a lo más perfecto en este campo. La
Legión nació de la perfecta Devoción de Montfort, y en ella se arraiga
profundamente. Sin duda es por eso que este cuerpo selecto de apostolado puede
alegrarse de los resultados maravillosos que ha logrado en todas las partes del
mundo.
«María conocida, amada y honrada más que nunca»… En este terreno se están
produciendo realmente en nuestros días algunos acontecimientos cuyo equivalente
buscaríamos vanamente en toda la historia de la Iglesia. Tal es el caso, por
ejemplo, de la «Virgo Peregrinans», la Virgen Peregrina. En Francia —¡siempre
Francia!— hemos tenido en Francia la «Gran Vuelta», que algunos consideraban
como una experiencia típicamente francesa, imposible de hacer en otras partes.
Pero ahora también Nuestra Señora de Fátima se ha puesto en marcha, con igual o
mayor éxito, y ha recorrido muchos países y continentes, incluso Inglaterra,
Canadá, los Estados Unidos, Africa, Oceanía, etc. Esta «peregrinatio Mariæ» se
extendió luego a Italia, donde las Vírgenes locales lograron los mismos
triunfos. En Holanda es la Stella Maris la que pone a la gente en delirio; en
Bélgica es la Virgen de los Pobres la que fascina a las masas y las mantiene
apiñadas alrededor de Ella sin cesar, día y noche. En Alemania se organizaron
también estas «visitas» de Nuestra Señora de Fátima con gran éxito. Cuando se
consideran las explosiones de fe, amor, piedad y arrepentimiento que provoca el
paso de una simple imagen de María; cuando se oye a los misioneros afirmar que
el paso de Nuestra Señora en una parroquia por algunos días, a veces por algunas
horas, opera tantas maravillas que la misión más lograda, nos es necesario
admitir que estamos en presencia de una forma nueva, querida por Dios, de la
piedad mariana; de una invención del Amor infinito y del amor materno de María
para atraer las almas y volverlas a llevar y dar a Cristo.
Una característica más de la devoción mariana en nuestra época: se
comprende cada vez más que el culto mariano forma parte integrante del mismo
cristianismo, y no es una superfluidad más o menos facultativa, sino que toda la
vida de los cristianos debe ser también mariana; se cae en la cuenta de que se
puede y se debe hablar de «vida mariana» y no sólo de «devoción» a María. La
expresión ya ha quedado definitivamente consagrada, y el mismo Santo Padre se ha
servido de ella. Realmente ha llegado el tiempo en que, según la predicción de
Montfort, las almas respiran a María tanto como los cuerpos respiran el aire.
¡Las almas se pierden realmente en Ella, para convertirse en copias vivas de
Jesucristo!
Los «santos» de hoy
Montfort había prometido también que en este siglo mariano habrían
santos que se distinguirían por un amor y una piedad marianas excepcionales. En
efecto, los santos son los más dóciles en seguir las inspiraciones de lo alto, y
Dios es incontestablemente el Autor principal del movimiento mariano que estamos
describiendo. Hablamos de bienaventurados y de santos canonizados, pero también
de esas almas que la vox populi designa como candidatos a una glorificación
futura. Ahora bien, nos parece incontestable que la mayoría de los «santos» de
hoy se distinguen de sus precursores en los caminos de la santidad por una vida
mariana más intensa. Piénsese, por ejemplo, en el santo Cura de Ars, Santa
Teresita del Niño Jesús, San José Benito Cottolengo, Santa Bernardita, Santa
Catalina Labouré, Don Bosco, San Gabriel de la Dolorosa, Teófano Venard, San Pío
X… ¡Qué almas tan marianas fueron Matt Talbot, el Padre Bellanger, el Padre
Kolbe, y en nuestros países el Padre Valentin, los Hermanos Mutien-Marie, el
Padre Poppe: estos últimos eran todos esclavos de María según el método de
Montfort, aunque por uno u otro motivo no se haya resaltado esta condición como
fuese debido!
Apariciones
En
contacto con el crecimiento de la devoción mariana casi en todas las formas
señaladas hasta aquí, se encuentran las apariciones de Nuestra Señora de Fátima
desde mayo a octubre de 1917. Este es sin lugar a dudas uno de los
acontecimientos marianos más importantes que se hayan producido en la Iglesia. Y
el hecho de que el Santo Padre haya querido realizar las ceremonias de la
clausura oficial del Año Santo en este lugar bendito, fuera de Roma, disipa
totalmente las dudas que algunos pensaban poder tener sobre las opiniones de Pío
XII a propósito de estas apariciones. Serán casi desconocidas fuera de las
fronteras de Portugal hasta 1940; luego, bajo la presión de los terribles
acontecimientos de entonces, la noticia se difundirá realmente como una
«sacudida religiosa» por el mundo, especialmente por los países ocupados. Es
probable que ninguna manifestación de Nuestra Señora haya ejercido en tan poco
tiempo una influencia tan grande en la vida de los cristianos. Podemos asignar a
esto varios motivos, especialmente el hecho de que estas apariciones estaban en
armonía evidente con muchas corrientes religiosas y necesidades espirituales de
nuestra época. Entre otras estaba el hecho de que, por primera vez desde 1836,
se pedía la Consagración al Corazón Inmaculado de María.
Es
imposible no señalar aquí otra manifestación extraordinaria de la bondad y del
poder de María, que confirma de nuevo el hecho de que nuestra época sea
efectivamente «el siglo de María». Desde el 29 de agosto al 1 de septiembre de
1953 en Siracura, Sicilia, una estatuilla del Corazón Inmaculado de María
derramó abundantes lágrimas casi sin interrupción. Cosa inaudita: el prodigio
pudo ser observado por millares de personas, fue controlado por las autoridades
civiles, por médicos, químicos, etc. Cosa igualmente inaudita: ante la evidencia
del hecho, el episcopado de Sicilia, que tenía a su cabeza a Su Excelencia el
Cardenal Rufini, reconoció oficialmente el carácter milagroso del hecho tres
meses después de los acontecimientos, el 12 de diciembre, tan sólo algunos días
antes de la apertura del Año Mariano. No hace falta decir que estas lágrimas de
la Santísima Virgen deben hacernos recapacitar, y en todo caso son un testimonio
nuevo y trágico de la solicitud preocupada y del amor incomparable de nuestra
divina Madre por nuestro pobre mundo.
XII
La consagración mariana en nuestra época
Todos los arroyos y afluentes de conocimiento y de devoción mariana de que
acabamos de hablar se lanzan en el río real de la Consagración a María,
Consagración que, bien comprendida, es sin contradicho el punto culminante de
todo lo que se puede dar a Nuestra Señora; una cumbre, un punto de llegada, que
debe ser a su vez un punto de partida para la práctica de todas las formas de la
vida mariana, que están virtualmente contenidas en ella.
El
31 de octubre de 1942, en el transcurso de una alocución radiofónica dirigida al
pueblo portugués reunido en la Cova da Iria para celebrar el 25º aniversario de
las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, Pío XII consagró oficialmente la
Iglesia y el género humano a la Santísima Virgen, a su Corazón Inmaculado. Y
para que no se pudiese dudar del carácter oficial de este acto, el Santo Padre
lo renovó solemnemente durante una ceremonia religiosa en la basílica Vaticana
el 8 de diciembre del mismo año.
En
diferentes lugares se ha escrito la historia de esta Consagración. Quienes lo
han hecho fueron los primeros en estar convencidos de no ser completos. Tal vez
ni siquiera fueron siempre exactos. Si aquí, como es debido, queremos poner el
acento no tanto en la devoción al Corazón purísimo de María, sino más bien en la
Consagración, que final y principalmente se hace a la persona de la Santísima
Virgen —que es lo que el mismo Santo Padre subraya por dos veces en su Acto de
Consagración—, se deberá reconocer que San Luis María de Montfort, por sus
escritos, fue no sólo el profeta, sino también el gran promotor del movimiento
de consagración mariana. Bajo la influencia de San Luis María esta consagración
ha tomado su verdadera forma y se ha establecido en el centro de la vida mariana
y por ende cristiana, y no puede ya ser considerada como una manifestación muy
secundaria de la piedad. Nada ni nadie contribuyó tanto como la doctrina de
Montfort a crear la atmósfera favorable reclamada por los mismos Papas para
proceder a la Consagración del mundo a Nuestra Señora. Cuando se estudian los
diferentes movimientos que prepararon la Consagración del género humano a María
por medio de la consagración individual, familiar, etc., encontramos siempre o
casi siempre la influencia de Montfort a través de sus notables escritos.
Pues, sin hablar de la organización de peticiones en favor de esta consagración,
hubo en diversos países, entre otros en Francia, en Suiza, en Italia, en América
del Sur y en otras partes, movimientos de consagración personal y colectiva a la
Santísima Virgen. Y es aún una de las glorias de nuestros países que en varias
diócesis de Holanda y Bélgica esta consagración haya sido realizada por la casi
unanimidad de los fieles, de las familias, de las parroquias, de las ciudades y
de las agrupaciones de toda clase, después de una preparación intensiva,
doctrinal y suplicante, de seis meses por lo menos. Era prevenir los deseos de
la Santa Sede.
Los actos del Santo Padre
Como sucede de ordinario, estas diversas corrientes fueron captadas por el
Vaticano y, con una impetuosidad creciente, relanzadas sobre el mundo. La
Consagración del mundo a María, al Corazón Inmaculado de María, es uno de los
mayores acontecimientos de la historia mariana de la Iglesia y de toda su
historia simplemente, un gesto de la mayor importancia para la realización del
reino de Nuestra Señora. Y el cielo respondió, y de manera impresionante, a este
homenaje mariano: inmediatamente después de esta fecha comenzó el
desmoronamiento del poder del nazismo, que debía consumarse diecisiete meses más
tarde por la liberación completa y definitiva del mundo entero de esta
humillante y paganizadora tiranía.
El reino de Cristo por el reino de María
El
Santo Padre sabía que con este acto no estaba todo hecho, por muy importante que
fuese. Nos parece poder decir que Pío XII comparte en sustancia las ideas de que
tratamos aquí, y quiere obrar consecuentemente. El Papa de la Santísima Virgen
parece estar convencido del vínculo estrecho y de la conexión necesaria querida
por Dios, entre el reino de Nuestra Señora y el de su divino Hijo. En la fórmula
de Consagración del mundo podemos leer: «De igual modo que al Corazón de vuestro
amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano…, así
igualmente Nosotros también Nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro
Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y
vuestro patrocinio apresuren el triunfo del reino de Dios».
El
13 de mayo de 1946 el Santo Padre dirige una larga y magnífica alocución a los
600.000 peregrinos que asisten a la coronación de Nuestra Señora de Fátima.
Entre otras cosas les dice: «Al coronar la estatua de Nuestra Señora… os habéis
alistado como Cruzados para la conquista o la reconquista de su reino, que es el
reino de Dios. Esto quiere decir que os obligáis a penar para que Ella sea
amada, venerada, servida alrededor vuestro en la familia, en la sociedad, en el
mundo».
En
una carta autógrafa, dirigida a toda la familia de la «Gran Vuelta», y fechada
del 2 de julio de 1948, el Papa escribía: «Lo hemos dicho y Nos gusta repetirlo:
en la noche oscura que pesa sobre el mundo, vemos despuntar una aurora,
anunciadora infalible del Sol de verdad, de justicia y de amor. En efecto, en
esta generación herida e inquieta, este impulso para «volver» a las fuentes de
agua viva, que brotan abundantemente de los Sagrados Corazones de Jesús y de
María, no es la menor señal de esperanza y de consuelo. Por eso Nos os
felicitamos por tomar a pecho esta salvífica devoción mariana, por propagarla
alrededor vuestro, por hacer de ella la palanca de vuestro apostolado. Nos
queremos ver en ello la prenda y la garantía de la conversión de los pecadores,
de la perseverancia y del progreso de los fieles, del restablecimiento de una
verdadera paz en todas las naciones, entre ellas y con Dios». Esto es,
evidentemente, el reino de Dios asegurado por el reino de María. La expresión no
está, es cierto; en otras ocasiones el Soberano Pontífice la utiliza.
A
los peregrinos portugueses, venidos a Roma el 2 de junio de 1951 para la
inauguración de la iglesia jubilar de San Eugenio, y dentro de este templo, de
la capilla de Nuestra Señora de Fátima, el Vicario de Cristo dice al día
siguiente de esta ceremonia: «Implorad sin cesar para el mundo la intervención
milagrosa de la Reina del mundo, a fin de que la esperanza de una paz verdadera
se realice lo más rápidamente posible, y que el triunfo del Corazón Inmaculado
de María haga llegar el triunfo del Corazón de Jesús en el reino de Dios».
Y,
para terminar, una palabra que no puede ser más oficial, y que manifiesta la
misma convicción y la misma esperanza, en las primeras líneas de la
Constitución apostólica Munificentissimus Deus, que define la Asunción de la
Santísima Virgen: «Es para Nos un gran consuelo ver manifestaciones públicas y
vivas de la fe católica, y contemplar cómo la piedad a la Virgen María, Madre de
Dios, está en pleno auge en todas partes, crece cada día más, y ofrece casi en
todas partes los presagios de una vida mejor y más santa».
La
consagración a la Santísima Virgen
Por
lo que mira a la consagración a la Santísima Virgen, que es como la médula
espinal del reino de María en las almas y en la sociedad, el Santo Padre no nos
ha dado sólo el ejemplo, ni se ha limitado a recomendar su práctica y su
difusión en sus Alocuciones y Cartas, sino que además —y ello nos dispensa de
toda otra cita— lo ha hecho del modo más solemne y oficial en su Encíclica
Auspicia quædam, del 1 de mayo de 1948. Después de haber recordado muy
explícitamente el gran Acto de la Consagración del mundo, el Santo Padre
prosigue: «Deseamos que, según lo permita la oportunidad, se haga esta
consagración, tanto en las diócesis como en las parroquias y familias, y
confiamos en que esta consagración, pública y privada, será fuente de abundantes
beneficios y favores celestiales».
El
Vicario de Jesucristo en la tierra desea, pues, la consagración de cada
cristiano a la Santísima Virgen y, además, la consagración colectiva de los
principales organismos de que se forma parte. Y espera de este acto las más
ricas bendiciones del cielo.
Es
cierto que hay consagración y consagración. Es evidente que una fórmula rezada
de prisa, sin preparación ni convicción, no es capaz de producir los efectos
esperados. Pío XII, en las alocuciones célebres, determinó la naturaleza y las
cualidades de una consagración bien comprendida. Lo hizo del modo más claro y
completo en su discurso a los dirigentes y participantes de la «Gran Vuelta» el
2 de noviembre de 1946, en el que recordaba y retomaba enseñanzas análogas dadas
a los Congregacionistas de la Santísima Virgen el 21 de enero de 1945:
«Sed fieles a Aquella que os ha guiado hasta aquí. Haciendo eco a nuestro
llamado al mundo, lo habéis hecho escuchar alrededor vuestro; habéis recorrido
toda Francia para hacerlo resonar, y habéis invitado a todos los cristianos a
renovar personalmente, cada cual en su propio nombre, la consagración al Corazón
Inmaculado de María, pronunciada en nombre de todos por sus Pastores. Habéis
recogido ya diez millones de adhesiones individuales, resultado que nos causa un
gran gozo y despierta en nosotros una gran esperanza. Pero la condición
indispensable para la perseverancia en esta consagración es entender su
verdadero sentido, captar todo su alcance, y asumir lealmente todas sus
obligaciones. Volvemos a recordar aquí lo que Nos decíamos sobre este tema en un
aniversario muy querido a Nuestro corazón: La consagración a la Madre de Dios…
es un don total de sí, para toda la vida y para toda la eternidad; no un don de
pura forma o de puro sentimiento, sino un don efectivo, realizado en la
intensidad de la vida cristiana y mariana».
Ciertamente que podríamos citar muchos otros actos y mil otros textos para
mostrar en Pío XII al alma profundamente mariana, al Papa mariano por
excelencia. Pero no señalaremos más que dos acontecimientos de importancia en la
historia de la Iglesia. El primero es la definición dogmática de la Asunción de
la Santísima Virgen, el 1 de noviembre de 1950, acto que, según el Cardenal Van
Roey, imprime oficialmente a nuestra época el sello del siglo de María. Tal vez
no se ha reconocido en todas partes a este gesto toda la atención que merecía:
lo consideramos como uno de los acontecimientos más importantes de la historia
del reino de Nuestra Señora y, de manera general, de la historia de la Iglesia.
El Año
Mariano
El
Santo Padre Pío XII no se cansa de «emprender y realizar grandes cosas por esta
augusta Soberana». Es indudable que, en el orden de los actos oficiales de la
Santa Sede, Pío XII no podía realizar actos más importantes que la Consagración
de la Iglesia y del mundo a la Santísima Virgen y la definición dogmática de su
Asunción gloriosa. Sin embargo, tenemos que señalar aún un acontecimiento
mariano, debido a la iniciativa del Santo Padre, cuyas consecuencias para el
conocimiento y el amor de la Santísima Virgen son realmente incalculables. Del 8
de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954 se celebró, por la primera vez en
la historia de la Iglesia, un «Año Mariano», esto es, un año entero en que el
pensamiento y la vida cristiana estarían centrados de manera muy especial en la
Santísima Virgen. Eso fue sin duda la manifestación más impresionante de este
«siglo de María» anunciado y preparado por Montfort. En el mundo entero los
pensadores cristianos, en innumerables libros, en las sesiones de congresos
marianos organizados en muchos países, en los periódicos cristianos, se volcaron
sobre el misterio de María para profundizarlo aún más. Se requerirían volúmenes
enteros para describir las manifestaciones marianas entusiastas y ardientes
organizadas en todos los continentes. Se calcula en ocho millones el número de
peregrinos venidos a Roma en este Año Mariano, cuando el Año Santo no había
traído más que cuatro millones, a pesar de una organización muy estudiada. La
jerarquía católica en el mundo entero celebró las glorias de María. Y nuestro
glorioso y venerado Papa Pío XII, que había abierto este año de preparación al
centenario de la definición de la Inmaculada Concepción por la Encíclica Fulgens
Corona, lo clausuró por otra Encíclica, que será célebre en los fastos de la
historia religiosa. La ceremonia de clausura del Año Mariano concluyó con un
homenaje grandioso a la Realeza de María, cuyos fundamentos y ejercicio expone
la Encíclica Ad cœli Reginam. Los teólogos habrán observado especialmente uno de
los fundamentos doctrinales asignados por el Santo Padre a la soberanía de
María: su intervención de orden subordinado junto a Cristo en la redención de la
humanidad. «No os pertenecéis —decía San Pablo a los cristianos—, pues habéis
sido comprados a un elevado precio» . El Apóstol de las naciones predica así la
pertenencia a Cristo. Pío XII utiliza este mismo texto aplicándolo a la
Santísima Virgen. Tenemos ahí un fundamento sólido para la soberanía de María, y
asimismo para nuestra pertenencia total a Ella, que practicamos de manera ideal
por la santa y noble esclavitud de amor.
Lo
que acabamos de escribir sobre las palabras y actos del Santo Padre nos sugiere
una reflexión, que es tal vez una respuesta a una objeción tácita de ciertos
lectores. Montfort anuncia el reino de Cristo por el de María, y este por el
conocimiento y la práctica más general de la «verdadera y sólida devoción que él
enseña». Incluso aceptando la conexión necesaria que existe entre el triunfo de
Cristo y el de su divina Madre, se guardará tal vez cierto escepticismo respecto
de esta última afirmación (proposiciones 4ª y 5ª). Las citas que acabamos de
hacer disipan por sí mismas estas dudas. Lo que el Santo Padre pide es
equivalentemente lo mismo que aconseja San Luis María de Montfort: una
consagración bien comprendida, hecha después de una larga y seria preparación y
no de pura forma y precipitadamente, una consagración realizada en una vida
cristiana y mariana fervorosa. La definición dada por el Santo Padre es idéntica
a la de Montfort, con la sola diferencia de que el Papa no exige explícitamente
la entrega a la Santísima Virgen del derecho de disponer del valor comunicable
de nuestra vida, aunque está incluido implícitamente. Y si este abandono forma
parte integrante del acto central de la vida mariana tal como la describe el
Apóstol de María, no habría que exagerar la importancia de esta parte de nuestra
oblación que, evidentemente, es menor que la donación de nuestro mismo ser y de
nuestras facultades, y que hace que nuestros actos deliberados queden marcados
con el sello de nuestra pertenencia a Nuestra Señora. Nos parece que si el mundo
cristiano en su conjunto siguiese los consejos e indicaciones del Sumo
Pontífice, no estaríamos lejos del reino de la Santísima Virgen tal como
Montfort lo anuncia y describe.
Una objeción
que es una confirmación
A
veces se nos ha hecho también la siguiente objeción: «Usted nos presenta nuestra
época como el siglo de María. ¿No es más bien la era del Sagrado Corazón, de
Cristo Rey, de la Eucaristía, del Cuerpo místico, etc.?».
La
objeción, como fácilmente se comprenderá, no es tal, sino más bien un argumento,
un confirmatur de lo que acabamos de recordar. Los hechos, en cierta medida, dan
razón a San Luis María: el reino de Cristo por el reino de María.
¡Ah, ciertamente, este reino tan deseado de nuestro Cristo adorado está lejos
de haber llegado en su plenitud! No podemos cerrar los ojos ante toda clase de
síntomas inquietantes: la caridad enfriada de un gran número, el bajón espantoso
de la moralidad en muchos medios, la descristianización lenta pero progresiva de
varios países. El catolicismo, y sobre todo el cristianismo en general, sufrió
pérdidas gravísimas por la acción del comunismo y del socialismo nacional.
Pero frente a este triste balance hay indicios sumamente alentadores. La Iglesia
ha recibido gracias insignes. Desde hace cincuenta años han nacido y se han
desarrollado movimientos sumamente prometedores, que parecen anunciar y
garantizar el triunfo de Cristo Rey. En 1900 el género humano fue solemnemente
consagrado al divino Corazón de Jesús. El Pontificado de Pío XI transcurrió
totalmente bajo el signo del reino de Cristo, y la fiesta de Cristo Rey es su
fruto duradero y su memorial imperecedero. Son también gracias excepcionales
para la Iglesia, que contienen ya un reino parcial de Cristo: una larga serie de
grandes y santos Papas, un episcopado admirable y un clero tan excelente en su
conjunto, que probablemente buscaríamos en vano otro semejante en los siglos
precedentes. Tenemos además: el movimiento litúrgico, cuyo mérito principal es
habernos hecho descubrir de nuevo el santo Sacrificio de la Misa; el movimiento
eucarístico con la Comunión precoz de los niños y la Comunión frecuente de los
adultos, que ha tenido como consecuencia un gran florecimiento de la vida
interior incluso entre los seglares; el movimiento de Acción Católica, cuya
influencia ya ha sido considerable y cuyos esfuerzos futuros podrían ser
decisivos; el movimiento de Entronización del Sagrado Corazón, que ha
introducido oficialmente a Cristo como Rey de amor en decenas de millones de
hogares; el movimiento maravilloso de evangelización del mundo, el más poderoso
que la Iglesia haya conocido desde el tiempo de los Apóstoles, y que tiene como
particularidad contemporánea la introducción en masa del clero indígena, que
podrá ejercer una influencia decisiva para la conversión de las naciones
paganas. Y la comprensión más profunda del misterio de la Iglesia, del Cuerpo
místico de Cristo, ¿no es una consecuencia de este reino del María, que es la
Madre, el tipo y como la personificación de la Iglesia?
Es
muy notable lo siguiente: ante todo, que todos o casi todos estos
acontecimientos tuvieron lugar, y todos estos movimientos nacieron, después de
que el reino de Nuestra Señora se hubiera establecido parcialmente desde
comienzos del siglo XX; y luego, que todos los que han creado y propagado estos
movimientos se hicieron notar casi siempre por una devoción excepcional a la
Santísima Virgen, y la mayoría de entre ellos eran esclavos de María según la
fórmula de Montfort: los Papas León XIII, San Pío X y Pío XI, los Cardenales
Mercier y Van Rossum, el Padre Mateo, el Padre Lintelo, el Padre Poppe, y
cuántos otros. Esta observación, ¿no nos recuerda la afirmación de Montfort de
que «por medio de esta verdadera y sólida devoción… estos santos personajes lo
lograrán todo»? Parece, pues, que la historia misma nos demuestra que tanto las
comunidades como los individuos han de ser conducidos a Cristo por María: «Per
Mariam ad Iesum».
Conclusión
De
todo lo que acabamos de decir creemos poder concluir que todo hombre
verdaderamente cristiano, que sin prevención y seriamente reflexiona en la
doctrina y en los hechos que acabamos de recordar, adoptará con certeza moral la
afirmación fundamental de la espiritualidad de San Luis María de Montfort: El
reino de Cristo vendrá; llegará por el reino de María; esto es, llegará cuando
el mundo cristiano haya reconocido teórica y prácticamente a María todo lo que
le corresponde según el plan de Dios. Y esto lo haremos de modo perfecto
siguiendo las enseñanzas del gran Apóstol de María, San Luis María de Montfort.
("Fundamentos y Práctica de la
Vida Mariana" - J. M. Hupperts - 1954)
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