EL REINO SEGÚN LOS AMIGOS DEL SAGRADO CORAZÓN Es éste un punto de los que hacen entrever amplísimos horizontes en esta devoción, y así vamos a tratarlo con alguna detención. ¿Cuál es el reino del Corazón de Jesús? Para las personas que colocan este culto en el plano vulgar y ordinario de una devoción de tantas, como quiera que al presente se halle difundido por la Iglesia tanto o más que las otras devociones, claro es que ya estamos en el reino. Pero si flaquea la premisa o base del argumento, evidentemente que también ha de flaquear la conclusión. Siguiendo el método que tomamos al principio, vamos a ver por lo pronto qué han sentido, acerca del punto que nos ocupa, los grandes amigos del Divino Corazón. Documentos generales Desde luego se ofrece que, si esta devoción de hecho es una como nueva redención, un último esfuerzo del amor de Dios para con los hombres, uno de los mayores negocios que se han tratado en la tierra lo que ha que el mundo es mundo, un no sé qué poderoso que renovará nuestra envejecida humanidad, etc., etc., parece que tenemos derecho para esperar algo más que la difusión de una mera devoción. Pero además se encuentran otros pasajes que tocan la cuestión directamente. Ya veremos adelante uno del P. Hoyos, en que dice que esta devoción: «Será el imán de las almas santas», idea que da bastantemente a entender la dirección que han de tomar las corrientes de la ascética. También vimos cómo Santa Margarita decía que Nuestro Señor: «Quería establecer en todas partes esta sólida devoción, y por medio de ella formarse una multitud infinita de siervos fieles, de perfectos amigos y de hijos enteramente agradecidos». Aquí se insinúa en primer lugar la extensión en superficie: «por todas partes»; y luego la extensión en profundidad: «siervos fieles, perfectos amigos, hijos enteramente reconocidos»; lo cual no realiza la devoción al Sagrado Corazón, sino en almas dadas por completo a El, según diremos después; por consiguiente, se trata de una infinita muchedumbre de almas entregadas sin reserva al Divino Corazón. Ciertamente las almas en esta manera dadas no pueden contarse aún por muchedumbre infinita. Pero estos documentos no son todavía decisivos; otros hay más terminantes. Concretando más En efecto, ya en la primera revelación principal se afirmaba que el Señor, con esta redención amorosa, se proponía: «Substraer a los hombres del imperio de Satanás, el cual (el imperio) pretendía Él arruinar (lequel il prétendait ruiner), a fin de colocarlos bajo la dulce libertad del imperio de su amor». Según eso, el designio de Cristo Nuestro Señor en la devoción al Corazón de Jesús es arruinar el imperio de Satanás en el mundo. Lo mismo dice, pero con más precisión, en la carta 118. «El adorable Corazón de Jesús quiere establecer su reino de amor en todos los corazones, destruir y arruinar el de Satán. Me parece que de esto tiene tan gran deseo, que promete grandes recompensas a los que de buena voluntad se aplicaren a ello de todo corazón, según el poder y las luces que para este fin les diere». Sobre la idea de arruinar y destruir el reino de Satanás, añade aquí la Santa la de establecer su reino de amor en todos los corazones. Esto es, pues, lo que pretende el Señor con la devoción a su Corazón Divino. Pero dirá alguno: es claro que eso desea, pero ¿lo desea tan eficazmente que de hecho lo lleve a cabo? Para responder recuérdese aquella idea tan repetida por Santa Margarita: «Reinará este amable Corazón a pesar de Satanás. Esta palabra me transporta de alegría y constituye todo mi consuelo» «En fin, reinará este Divino Corazón a pesar de cuantos a ello quieran oponerse. Satanás quedará confundido». Y así en otros lugares. El Corazón de Jesús reinará, pues; pero por reinar parece obvio y natural que signifique llevar a efecto lo que con esta santa devoción intenta, realizar los proyectos que abriga respecto a ella; pero como quiera que éstos sean arruinar y destruir el reino de Lucifer y establecer en todos los corazones el imperio de su amor, síguese que habrá de llegar un día en que el imperio de Satán quede arruinado, y establecido en todos los corazones el imperio del amor al Corazón de Jesús. Entonces si que se verá bien claro, cómo esta devoción era una nueva redención, un último esfuerzo, etc. Claro es que no hay que extremar las cosas, y esas frases de todos los corazones pueden entenderse en el sentido de cierta universalidad moral. Testimonio del P. Hoyos Otro indicio de que la pretensión del Sagrado Corazón será un hecho real en el mundo, aparece en aquel documento del P. Hoyos, que más abajo copiamos: «El cual - el amor de Cristo - se ha de aumentar grandemente hasta el fin del mundo, por los maravillosos progresos que ha de ir haciendo sin cesar entre mil oposiciones la devoción al Corazón adorable de nuestro amable Salvador». Por consiguiente, esta devoción ha de ir haciendo progresos y progresos maravillosos y sin cesar y hasta el fin del mundo. Ahora bien, el paso que lleva, sobre todo desde la consagración de León XIII, es realmente avasallador, como ya el mismo Corazón Sagrado lo había prometido, si la consagración se hacia; recuérdese el movimiento de consagración de naciones, provincias, municipios, familias, talleres, fábricas, buques, etc.; la erección de grandiosos monumentos y de templos nacionales; y otros hechos que pudiéramos fácilmente enumerar, y que muestran a las claras el auge que de día en día va tomando este fuego abrasador. Si, pues, la devoción al Corazón de Jesús lleva este paso, y sin cesar ha de hacer progresos maravillosos, y el mundo dura unos cuantos siglos más, no parece inverosímil que lo invada por completo el Divino Corazón, sobre todo, si tiene lugar alguna intervención más enérgica que acelere los acontecimientos, cosa que pudiera suceder. María del Divino Corazón Pero donde el reinado aparece con fulgores verdaderamente espléndidos es en los escritos de la M. María del Divino Corazón. Recordemos aquel párrafo de su carta a León XIII: «La víspera de la Inmaculada Concepción Nuestro Señor dióme a conocer que, en virtud de este nuevo desenvolvimiento que tendrá el culto de su Divino Corazón, hará resplandecer una nueva luz sobre el mundo entero, y me penetraron el corazón aquellas palabras de la tercera Misa de Navidad: Quia hodie descendit lux magna super terram. Parecióme ver interiormente que esta luz, el Corazón de Jesús, este sol adorable, enviaba sus rayos a la tierra, primero a un espacio reducido y que luego se iban extendiendo, hasta iluminar el mundo entero, y me dijo: Con el brillo de esa luz los pueblos y las naciones serán iluminados y con su ardor reencendidos. Aquí ya no se habla de pretensiones y designios del Sagrado Corazón, que alguien pudiera tomar por deseos condicionados a la libre cooperación de los hombres, sino de futuros absolutos: hará brillar, iluminará, encenderá, etc. Tampoco se trata de individuos o país alguno especial, sino del mundo entero, de toda la haz de la tierra, de los pueblos y naciones sin excepción. Asimismo no es cuestión de una difusión de puros cultos externos, cual es la devoción que se tiene al presente en muchos sitios, sino de algo más hondo, transformador de inteligencias y de corazones: «con los rayos de esta luz los pueblos y las naciones serán iluminados y con su ardor reencendidos; luz, calor, encendimiento de naciones y de pueblos. Parecidas ideas se advierten a través de las palabras de Benigna Consolata que más arriba citamos. «Es necesario reavivar la devoción a este Corazón, para que el mundo se conmueva de nuevo. Mi Corazón ha de ser la salvación de todo el mundo». «Estoy preparando la obra de mi Misericordia; quiero un nuevo resurgimiento de la sociedad, y quiero que éste sea realizado por el amor». EL REINO Y LA ENCÍCLICA «MISERENTISSIMUS» El 8 de Mayo de 1928 el Romano Pontífice, Pío XI, publicaba su preciosa Encíclica sobre el espíritu de reparación en la devoción al Corazón de Jesús, en la cual se contienen juntamente diversas ideas referentes al punto que nos ocupa. Importancia de esta devoción Va diciendo el Pontífice cómo Nuestro Señor Jesucristo ha ido siempre enviando a su Iglesia nuevos remedios según las nuevas necesidades; y así, corno se entibiase la caridad en el mundo, «fue propuesta a la veneración de los fieles con un particular culto la caridad misma de Dios, y descubiertas ampliamente las riquezas de su bondad, por aquel conjunto de prácticas religiosas con que es honrado el Corazón de Jesús, «en quien están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos» . Compara después al Corazón Divino con el arco iris que apareció a Noé a su salida del arca; afirma que es como «una bandera de paz y de caridad levantada a las naciones, anunciadora de una victoria segura en el combate»; vuelve a repetir aquellas solemnes palabras de León XIII, en que, comparando al Corazón de Jesús con el Lábaro que apareció a Constantino, augurio y causa de la gloriosa victoria, concluye: «en El (en el Corazón Divino), omnes collocandae spes, hay que cifrar todas las esperanzas: a Él hay que pedir, y de Él hay que esperar la salud de los hombres, ex eo hominum petenda atque exspectanda salus». Repare el lector de paso en el tono de grandiosidad que usan estos RR. Pontífices al hablar de la devoción al Corazón de Jesús. «Y con razón, Venerables Hermanos, -añade Pío XI a continuación de las palabras de León XIII - ya que en aquella bandera de favorabilísimos presagios, y en aquel modo de santificación -forma pietatis- que de ella se desprende, ¿no se encierra por ventura la síntesis de toda la religión y la norma de la vida más perfecta, puesto que lleva los entendimientos con mayor expedición al conocimiento completo de Cristo Nuestro Señor, e inclina las voluntades más eficazmente a amarle con mayor vehemencia y a imitarle más de cerca? Nadie, pues, se maraville de que a tan excelente culto Nuestros predecesores hayan defendido sin cesar de las calumnias de sus acusadores, ensalzado con grandísimos elogios y promovido con amoroso entusiasmo, según las circunstancias lo han pedido». ¡Qué ideas tan encomiásticas! Reino del Corazón de Jesús Ante todo, ha de advertirse que el reinar es propio de la persona, no de un miembro de su cuerpo. Por consiguiente, cuando hablamos del reinado del Sagrado Corazón, no consideramos al corazón solitario, sino al objeto de este culto en toda su latitud, es decir, al corazón, al amor, al interior de Jesús: toda su persona amabilísima, pero bajo ese aspecto particular de ternura, misericordia y amor; a Jesús todo entero, pero respirando por todas partes amor; a Jesús todo amor y todo corazón. Según eso, el reinado del Corazón de Jesús es el reinado de la Persona de Cristo, pero con ese especial carácter que le da esta devoción; es el reinado de Jesús por el amor; por el amor de Jesús que se muestra a los hombres en toda su hermosura arrebatadora, y por el amor sincero, desinteresado, ardiente de los hombres a Jesús. Esto supuesto, prosigamos en la Encíclica del Papa. Y porque en la edad precedente y en esta misma en que vivimos, se ha llegado por las maquinaciones de hombres impíos hasta rechazar el imperio de Cristo Nuestro Señor y declarar la guerra públicamente a la Iglesia, dando leyes y decretos repugnantes contra el derecho divino y el natural, más aún, clamando en pública asamblea: «Nolumus hunc regnare super nos», de aquella consagración, que dijimos, brotaba, por decirlo así, la voz de todos los servidores del Corazón de Jesús: «Oportet Christum regnare, Adveniat regnum tuum». «Es necesario que Cristo reine», «venga a nosotros tu reino», con que se oponían de frente para vindicar su gloria y afirmar sus derechos. De aquí felizmente resultó que todo el género humano, que por nativo derecho posee como suyo Cristo, que es el único en quien todas las cosas se instauran, a principios de este siglo, por medio de Nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, y aplaudiendo todo el orbe, fue consagrado al mismo Sacratísimo Corazón». Según el Papa aparecen dos campos en el mundo: el de los impíos que rechazan el imperio de Cristo y gritan: «no queremos que éste reine sobre nosotros», y el de los buenos que en contraposición claman: «es necesario que Él reine»: «venga a nosotros tu reino»; pero, el reino ¿de quién? Para el Pontífice el reino del Corazón de Jesús; por eso como un mentís a los malos y como un acto eficaz de protesta, él y con él todos los buenos consagran el mundo al Sagrado Corazón, para con ello reconocer el imperio de Cristo que los impíos le niegan. Donde se ve que para el Vicario de Cristo, el reino del Corazón de Jesús es idéntico al reino de Cristo de que habla San Pablo, al reino que pedimos en la oración dominical y al mismo que los impíos rechazan y que los buenos desean; o sea, que el reinado del Mesías, al menos en su último desarrollo, tendrá el tinte que le da la devoción al Corazón Divino, o lo que es igual, Cristo quiere reinar por su Corazón, por su amor. Pero sigamos con el documento pontificio, que nos irá aclarando más y más estas ideas. «Nos mismo - continúa el Papa - como ya dijimos en Nuestra Encíclica: Quas primas, accediendo a los reiterados y ardientes deseos de muchísimos Obispos y fieles, por fin, con la gracia del Señor, completamos y perfeccionamos aquellos tan faustos y gratos comienzos, cuando al finalizar el año jubilar instituimos la fiesta de Cristo, Rey universal, para que solemnemente se celebrase en todo el orbe cristiano». Y un poco más adelante, añade: «Pero a todos estos oficios, sobre todo, a la tan fructífera consagración, que ha sido como confirmada por la sagrada solemnidad de Cristo Rey, es necesario añadir otro, etc.». Tenemos, pues, que, según Pío XI, el intento que él mismo tuvo al establecer la fiesta de Cristo Rey, fue completar, llevar a perfección, y como confirmar la consagración del mundo por León XIII al Corazón de Jesús. La fiesta de Cristo Rey es, por tanto, complemento, perfección, confirmación de la consagración al Corazón Divino. La cosa, por otra parte, se explica perfectamente. En efecto, la tendencia de la consagración de León XIII y de la consagración en general al Corazón de Jesús, es la que el mismo Papa expresaba en su Encíclica Annum sacrum por estas palabras: «Nosotros, consagrándonos a El, no solamente reconocemos y aceptamos su imperio abierta y gustosamente, sino que con la obra testimoniamos que, si eso mismo que ofrecemos como don en realidad fuese nuestro, con suma voluntad se lo daríamos». Como se ve, al consagrarnos decimos al Corazón Sagrado: Señor, aunque no fueras Rey nuestro, como lo eres por mil títulos, con este acto voluntario te declararíamos por tal, poniéndonos en tus manos para que, como señor y emperador absoluto, hagas y deshagas de nosotros según tu divino agrado. Por la consagración, pues, del mundo, León XIII en nombre de la humanidad declaraba y aceptaba de palabra la realeza del Corazón de Jesús; en la fiesta de Cristo Rey Pío XI sella, con todo ese aparato de culto y solemnidades litúrgicas, lo que entonces se hizo con una fórmula oral; reconoce, acepta, proclama aquella realeza en una de las formas más solemnes que suele emplear la Iglesia. Es claro, pues, que este acto es complemento de aquél. Pero obsérvese cómo nuevamente aquí va el Papa en el presupuesto en que vimos venía desde el principio, a saber: que el reino de Cristo y el reino del Corazón de Jesús son una misma cosa, o sea, que Cristo quiere reinar por su Corazón y su amor. Esta idea se aclara aún más con lo que a continuación sigue. Reino universal Después de afirmar el Papa que con la fiesta de Cristo Rey completaba la consagración del género humano, continúa: «Y al hacer esto - al instituir dicha solemnidad - no solamente pusimos en plena luz el supremo imperio de Cristo sobre todas las cosas: sobre la sociedad civil y doméstica y sobre cada uno de los hombres, sino que también ya entonces saboreamos de antemano las alegrías de aquel día venturoso en que todo el orbe, de voluntad y con gusto, se someterá obediente al imperio suavísimo de Cristo Rey. Por lo cual ordenamos juntamente que todos los años, al celebrarse la fiesta que establecíamos, se renovase la misma consagración, a fin de lograr más cierta y copiosamente su fruto, y en caridad cristiana y conciliación de paz aunar todos los pueblos en el Corazón del Rey de reyes y Señor de los señores». En el párrafo citado el Vicario de Jesucristo rotundamente asegura que ha de llegar un día: saboreamos de antemano las alegrías de aquel día venturoso, un día en que todo el orbe, de voluntad y con gusto se someterá obediente al imperio suavísimo de Cristo Rey, un día, pues, en que se halle realizado el reinado universal de Jesucristo en la tierra. Si, pues, el reino de que habla el Papa fuese el del Corazón de Jesús, tendríamos afirmado por el R. Pontífice el reinado universal del Sagrado Corazón. Ahora añadimos que ese reino es, en efecto, el del Corazón Divino. En primer lugar, al final del párrafo, tornando otra vez el Pontífice a hablar del reino universal futuro, lo describe con estas palabras: aunar todos los pueblos en el Corazón del Rey de reyes y Señor de los señores; por donde se ve bien claro que ese reino universal no es otro que el del Corazón Divino. Además hemos venido observando en toda la Encíclica cómo para el R. Pontífice el reino de Cristo que pedimos, que deseamos, que esperamos, es idéntico al del Corazón de Jesús, o que Cristo ha de reinar por su Corazón; luego de éste mismo se ha de entender igualmente lo que dice en el último pasaje. También es preciso reparar en que manda el Papa que cada año se renueve en la fiesta de Cristo Rey la consagración del mundo al Sagrado Corazón, a fin de lograr más copiosamente su fruto, y aunar todos los pueblos en el Corazón del Rey de reyes; de donde parece que ese reino universal es un efecto a que tiende la consagración; pero la consagración, como es claro, apunta al reino precisamente del Corazón de Jesús; luego éste y no otro es el reino de que trata Pío XI. Por último, todas las notas con que describe la Encíclica ese reino universal cuadran admirablemente a un reinado del Divino Corazón. Veámoslas: Por lo pronto es un reino: universal, así étnica, como territorialmente: «todo el orbe», «todos los pueblos»; un reino verdadero, en que se cumplan las leyes de Jesucristo: «todo el orbe obedecerá a su imperio»; no como ahora, que a veces se dice reina aquí o reina allá el Corazón de Jesús, y nadie cumple sus divinos mandamientos; un reino de amor a Cristo, puesto que todo el orbe obedecerá a su imperio gustosa y voluntariamente», lo que prueba que hay amor y cariño al Rey que manda; un reino de suavidad: «obedecerá... al suavísimo imperio de Cristo Rey»; un reino de caridad: «en caridad cristiana; de paz: «en conciliación de paz»; de unión: «aunar todos los pueblos en conciliación... » etc. No se necesitan muchos conocimientos acerca de la materia, para notar en seguida la coincidencia entre los caracteres del reino descrito por el Pontífice y las virtudes que engendra la devoción al Corazón de Jesús cuando de veras se abraza, y por consiguiente las notas que a su reinado atribuyen Santa Margarita y los otros confidentes del Sagrado Corazón. La Misa de Cristo Rey Nueva confirmación de lo dicho es el notable relieve que en la Misa de Cristo Rey tiene la nota de universalidad, suavidad, amor, y paz, propias del reino del Corazón de Jesús; aunque en la Misa, a diferencia de la Encíclica del Papa, se trata más bien de la universalidad de derecho y en deseo. Omnipotente y sempiterno Dios, que en tu amado Hijo, Rey universal, quisiste instaurar todas las cosas: concede benignamente que todas las familias de las gentes, desunidas por la herida del pecado, se sometan a su suavísimo imperio». En el Gradual todo es netamente universal: «Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines del globo. Y le adorarán todos los reyes de la tierra: todas las gentes le servirán...» «Y lleva escrito en sus vestiduras y en su muslo: Rey de reyes y Señor de los señores». Lo propio aparece en el Ofertorio: Pídeme, y te daré las gentes por heredad, y como posesión los confines de la tierra». En la Oración de la Secreta pide la Iglesia: «Ofrecémoste, Señor, la Hostia de la reconciliación humana: y pedimos nos concedas, que Jesucristo, tu Hijo y Nuestro Señor, a quien inmolamos en el sacrificio presente, conceda a todas las gentes el don de la unidad y la paz». Y en fin, el Prefacio habla con el Padre Celestial y le dice: Eterno Dios, que a tu Hijo unigénito Nuestro Señor Jesucristo, Sacerdote eterno y Rey universal, has ungido con óleo de regocijo, para que, ofreciéndose a sí mismo en el ara de la cruz, como hostia inmaculada y pacífica, llevase a término los misterios de la redención humana, y, sometidas a su imperio todas las criaturas entregase a tu inmensa Majestad un reino eterno y universal: reino de verdad y vida; reino de santidad y de gracia; reino de justicia, amor y paz, justo es que te demos gracias, etc., etc.» No pueden expresarse más breve y hermosamente, ni los caracteres que atribuyen los Profetas al imperio del Mesías, ni los que son peculiares del reino del Corazón de Jesús. REINO DE CRISTO EN LA SAGRADA ESCRITURA Las ideas precedentes de Pío XI, respecto a la universalidad del reino del Corazón de Jesús y a los caracteres que lo han de adornar, no aparecerán extrañas a quien haya leído, aunque sea someramente, lo que dicen las Sagradas Escrituras - y lo mismo se diga de los Padres de la Iglesia - acerca del reino de Jesucristo. Si hay idea repetida en los Libros Santos es la universalidad’ de ese reino. Aduzcamos algunos de sus innumerables pasajes, pues servirán de consuelo a los amantes del Corazón Divino, confirmarán las palabras del Pontífice y levantarán el aliento de los espíritus algún tanto pesimistas. San Pablo Bien conocido es aquel trozo de su carta a los Romanos. Parece que estos cristianos miraban con desprecio a los judíos por su infidelidad al Mesías, mientras se estimaban a sí propios demasiado, y les escribe el Apóstol: «No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes acerca de vosotros mismos, y es que la ceguedad ha sobrevenido a parte de Israel, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles, y así todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sión el Libertador, que quitará la impiedad de Jacob». En estas palabras se ve bien clara la universalidad del reino: la entrada en la Iglesia católica de la gentilidad en pleno y de todo el pueblo de Israel. «Así como el v. 12 - escribe Cornely - con la expresión de plenitud de Israel, en contraposición a su disminución o reducido número de los que habían recibido la fe, se designa a la nación israelítica entera, del mismo modo se debe decir que en la locución: plenitud de las gentes, queda significada la universalidad de las gentes o todas las naciones gentiles, en oposición al número de individuos que de varias naciones del gentilismo habían entrado en la Iglesia en los tiempos apostólicos». Otra idea apunta el Apóstol en este mismo capitulo muy consoladora: «Y si el pecado de ellos (de los judíos) ha sido riqueza del mundo, y el menoscabo de ellos riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plenitud?». «Porque si la exclusión de ellos es la reconciliación del mundo, ¿qué será su recepción, sino vida de los muertos?». De estas palabras se deduce que la conversión de Israel como nación ha de servir al mundo de «suma utilidad y dicha» por los «bienes eximios» que con este acaecimiento han de venir, como dice muy bien Cornely. En qué consistan estos bienes disputan los comentaristas, pero todos convienen que han de ser cosas grandes. Los Patriarcas Decíamos que esta idea es una de las más repetidas. Ya Cornely, al hablar del texto de San Pablo, dice que éste no hace sino confirmar los antiguos vaticinios, que suponía conocidos de sus lectores y en los cuales: «Se promete - dice - que todas las gentes de la tierra habían de ser benditas en la descendencia de Abraham (Gen. 2318); que todas las gentes que Dios hizo habían de venir, le habían de adorar y habían de glorificar su nombre (Ps. 85 9); que el Señor dominaría de mar a mar, y desde el río hasta los confines del orbe (Ps. 71 8) etc.». Existe, en efecto, una espléndida cadena de profecías bellísimas, cuyos eslabones van corriendo a través de todos los libros de la Escritura desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Pasando por alto las promesas mencionadas de Abraham, Isaac y Jacob, en que se agotan los vocablos para expresar la universalidad de las gentes: «todas las tribus de la tierra» Gen. 28, 14); «todas las familias de la tierra» (Gen. 12, 3), «todas las naciones de la tierra» (Gen. 18, 18), «todas las gentes de la tierra» (Gen. 22, 18), etc., ya en el mismo paraíso, en los albores del linaje humano, aparece insinuada la idea en aquel: «ella (o El, el Hijo de la Mujer, «que es Cristo», como dice San Pablo (Gal. 3 16), aplastará tu cabeza» (Gen. 3, 15), sentencia dirigida por el Señor a Satanás, personificado en la serpiente, y que, según la opinión de varios comentaristas, se echa de ver la ruina total o muerte del imperio de Lucifer en el mundo, que había de tener lugar cuando en el Hijo de Abraham fuesen benditas todas las gentes del globo. Hermosas son a la verdad aquellas expresiones en que el anciano Tobías prorrumpió proféticamente a la desaparición del Ángel: «Jerusalén, ciudad de Dios..., brillarás con luz espléndida, y todos los confines de la tierra prosternaranse ante ti. De lejos vendrán a ti las naciones, y trayendo dones adorarán en tus muros al Señor, y como un santuario considerarán tu tierra, porque invocarán el gran Nombre en medio de ti». (Tob. 23 ,11, 31, 15) Salmo 71 Llenos están de estas ideas los Salmos, sobre todo aquel 71, verdaderamente regio, en que el Salmista parece que no se harta de repetir esta consoladora verdad. «Y dominará de mar a mar, desde el Río (el Eufrates o el Jordán) hasta los confines de la tierra» (v. 8). «Y le adorarán todos los Reyes de la tierra; todas las gentes le servirán» (v. 11). «Y serán en él benditas todas las tribus de la tierra y todas las gentes le magnificarán »(v. 17). Expresiones parecidas pudiéramos traer de los Salmos, 2, 6,13, 14, 15, 16, 18... 46, 67, 96, 97, 98, etc., etc. Isaías Entre los profetas apenas se encontrará uno que no cante la gloria del reinado universal del Mesías; pero quien en esto se lleva la palma es el grandilocuente Isaías, a quien con razón pudiérase apellidar el profeta de Cristo Rey. «Y acontecerá - dice - en lo postrero de los tiempos que el monte de la casa del Señor (el monte del templo, el centro del reino de Dios, la Iglesia) será firmemente establecido sobre la cima de los montes (conspicuo y elevado sobre todo lo demás), y será ensalzado sobre los collados y correrán a él todas las gentes». «Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos es dado; y el principado sobre sus hombros. Y llamárase Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eternal, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán término» (9,5). En el capitulo 60 habla el Profeta con Sión, y le dice entre otras cosas: «Tus puertas estarán abiertas continuamente; no se cerrarán de día ni de noche, a fin de dejar entrar en ti la opulencia de las naciones y sus reyes en cortejo» (v. 11). «Porque pueblo y reino que no te sirvieren perecerán, y serán asolados por completo» (v. 12). «Los hijos de los queje oprimieron vendrán a ti inclinada su frente, y los que te escarnecían se prosternarán a las plantas de tus pies... » (v. 14) «En cambio de haber sido desechada, aborrecida y de que no había quien por ti pasase (solitaria), yo te haré el orgullo de los siglos, el gozo de todas las generaciones» (v. 15). «Y tu pueblo, lodos justos; para siempre heredarán la tierra, ellos, renuevos de mi plantío, obra de mis manos, para mi gloria. El mínimo será por mil; el menor por nación fuerte». Yo, el Señor, en su tiempo yo aceleraré estas cosas (v. 21, 22). Daniel Muy significativos son los textos de Daniel; veamos uno, a saber: la visión de la famosa estatua de Nabucodonosor. Vio en sueños este monarca una estatua grande y terrible, cuya cabeza era de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro, pies en parte de hierro y en parte de arcilla. Como el mismo Profeta explica largamente, las cinco partes de la estatua significan cinco imperios sucesivos en el mundo, o mejor dicho, cuatro y el último que se divide en varios reinos (v. 41). Estos imperios son partes de una misma estatua. «No son, pues, - como dice muy bien Knabenbauer - éstos varios imperios que se suceden, sino partes de una sola obra, que el género humano, el hombre, procura con sus propias fuerzas erigir y establecer contra Dios. Como en esta obra el hombre se manifiesta, y como que se desenvuelve a sí mismo, está muy bien representada en la figura de hombre». En una palabra, los cinco imperios son partes de uno solo, del imperio antidivino, de esa ciudad que se alza frente a la ciudad de Dios. El imperio cuarto es el romano, y el quinto lo forman las naciones en las que se dividió, como salta a la vista con sólo leer el sagrado texto. «Que en el cuarto imperio deba entenderse el imperio romano es sentencia longe communissima de los Padres e intérpretes católicos... Y esta sentencia debe tenerse» - dice Knabenbauer-. Ahora veamos el texto: «Estabas mirando, hasta que una piedra se desgajó, no por mano alguna, e hirió la estatua en sus pies de hierro y de arcilla, y los desmenuzó. Entonces fue desmenuzado al mismo tiempo el hierro, la arcilla, el bronce, la plata y el oro, y se tornaron como el tamo de las eras en verano, y llevóselos el viento, y no quedó ya nunca rastro de ellos. Mas la piedra que hirió a la estatua se convirtió en un gran monte, que hinchió toda la tierra» (v. 33 - 35). Esta piedra y este monte es el reino de Cristo, como el mismo Daniel lo afirma explicando la parábola. «Y en los días de estos reyes levantará el Dios del cielo un reino que nunca jamás será destruido; y no será entregado a otro pueblo este reino, el cual desmenuzará y consumirá todos estos reinos, y di permanecerá para siempre» (v. 44). Según se ha podido ver, la piedra desgajada cayó sobre el quinto imperio, formado por el conjunto de reinos, en que el cuarto se dividió; y lo desmenuzó, y como él era la herencia o la resultante de todos los anteriores, por el hecho de quedar él destruido quedólo la estatua íntegra, o sea, todo el poder anticristiano. Y su ruina fue absoluta: fue reducido a polvo, al tamo de las eras en verano, que el viento levanta y disipa. Ni sólo fue aniquilación completa, sino eterna, de manera que jamás habrá de dominar en el mundo otro imperio anticristiano. En cambio, la piedra que se hizo monte, el reino de Cristo, ocupó, llenó toda la tierra. Verdaderamente no puede expresarse con más vigor y claridad la destrucción del poder anticristiano y la universalidad del reino de Jesucristo. ¡Qué luz derrama este pasaje sobre aquella expresión de Santa Margarita: «Arruinar y destruir el reino de Satanás, y establecer en lodos los corazones el imperio de su amor»! Como aquí presenta Daniel los imperios anticristianos bajo el símbolo de partes de una estatua, en el capítulo VII los ofrece bajo la forma de bestias; pero siempre el resultado es idéntico: la aniquilación de ellas, mientras al Hijo del Hombre le fue dado: «el señorío, la gloria y el reino; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su dominación es eterna y no pasará, y su reino nunca será destruido» (v. 13). O como dice unos versículos después: «Y el reino y el señorío y la grandeza de los reinos, que están debajo de todo el cielo, serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo (a los justos), y todos los reyes le servirán y le adorarán» (v. 27). «Todos los reinos y todos los señoríos - anota aquí Knabenbauer - se someterán a aquel reino que Dios constituyó en su pueblo... Entonces la iglesia reinará en todo el orbe, y de israelitas y gentiles se formará un solo rebaño con un solo pastor». Por estos pasajes de los Libros inspirados, que no son sino unos pocos de los muchísimos que podríamos aducir, se ve la grande extensión que, según la Escritura, ha de tener el reino de Jesucristo. Y lo que hemos hecho respecto de la extensión, podríamos hacer acerca de los otros caracteres con que Pío XI describe el reino antes mencionado; pues con notas iguales o parecidas presentan las Sagradas Escrituras el imperio del Mesías; mas tal investigación agrandaría demasiado el volumen de este libro. CONCLUSIÓN: LA IGLESIA Y LA IMPORTANCIA DE ESTA DEVOCIÓN Sería un trabajo muy útil, y que produciría honda impresión en el ánimo, ir examinando despacio cuanto los prelados de la Iglesia, tanto en sus pastorales cada uno, como reunidos en Concilios provinciales o generales, han enseñado a los fieles acerca de la trascendencia de esta devoción divina; mas ya que ello no es posible, no queremos cerrar la primera parte sin ofrecer al lector al menos algunos trozos del precioso mineral, como muestra de lo que encierra la mina. Concilios provinciales Concilio de Oregón. - Véase cómo se expresaba en 1848: «A todos los presbíteros de esta Provincia recomendamos encarecidamente aquella dulcísima y saludabilísima devoción del Sacratísimo Corazón de Jesús, que nuestro Dios piadosísimo, conmovido de las humanas miserias, ha manifestado en estos últimos tiempos, como fuente celestial de la que nos será fácil recoger agua saludabilísima, no sólo para nosotros, sino también para las almas puestas a nuestro cuidado. Por lo cual cada uno, no solamente procure fomentar en sí esta devoción, sino que se esfuerce por insinuarla y desarrollarla en otros opportune et importune, echando mano de cualquier ocasión que se presente; y cada cual se persuada de que cuanto más fervoroso se mostrare en esta devoción, tanto mayor será el fruto que sacará del sagrado ministerio». No puede dar - se exhortación más apremiante y sentida. Concilio de Aviñón. – Un año después, 1849, exclamaban los Padres de este sínodo: «Entre los cultos que debe tributar la piedad cristiana a nuestro santísimo Redentor y Salvador, ninguno puede ser a Cristo más agradable, más útil a la Iglesia, más fecundo en derramar sobre los hombres gracias y riquezas espirituales, que el rendido al santísimo Corazón del Salvador». Después de afirmación tan rotunda y encomiástica enumera las razones que tenemos para honrar al Corazón de Jesús, y añade: «En este Corazón está el tesoro inexhausto de la misericordia, la fuente perenne de la gracia, la plenitud de los bienes todos que se han de derramar sobre nosotros, de la luz con que debemos ser ilustrados, de las fuerzas con que podamos caminar a Dios y a la salvación, vencer todos nuestros enemigos, superar los peligros, conculcar al mundo y al diablo, y hacernos más poderosos que todas las impugnaciones. Por tanto, exhortamos a los párrocos que enseñen a los fieles todo cuanto pertenece a este culto y los muevan a practicarlo». El Concilio de Albi. - Al consagrar la Provincia eclesiástica al Corazón de Jesús en 1850, afirmaba: «Su culto es lo mejor que conocemos para inflamar en fuego de amor divino aun los corazones obstinados». ¡Magnífica confesión! El Concilio de Lyón. - Poco antes de disolver - se escribía en el mismo año 1850: «Y a fin de que el presente Concilio sea como un monumento a este excelentísimo culto, y una incitación perenne para extender esta devoción eximía, los Obispos, antes de partir de la Asamblea, movidos por el mismo afecto de piedad, dedican y consagran solemnemente la grey a ellos confiada y toda la provincia eclesiástica de Lyón al Corazón amantísimo de Jesús». Culto excelentísimo, devoción eximía, llama el Concilio a la del Corazón Divino. Todo el episcopado alemán. - En la carta en que pedía en 1871 a Pío IX que elevase la fiesta del Corazón de Jesús a doble de primera clase, se expresaba en estos términos: «Esperan con mucha confianza de la reconocida clemencia de Tu Santidad que será bien recibida nuestra humilde petición... Robustece nuestra confianza el tiempo en que vivimos, que es tormentoso; porque entre tantos peligros y revoluciones civiles con que se agitan los pueblos y se estremecen los reinos, cuando en ninguna parte se descubre un puerto firme de paz, entendemos al fin que allí hemos de buscar segurísimo refugio, en donde Dios por don singular de su misericordia nos ha querido abrir un asilo en donde hallar remedio seguro de nuestros males, es decir: en el Santísimo Corazón de Jesús, cuya entrada Él mismo procuró quedase abierta en su costado, a fin de que en él, como en arca de seguridad y salvación, entrasen todos los que no quieren perecer en un mar lleno de escollos. Robustece asimismo nuestra esperanza innumerables actos de Tu Autoridad suprema, en los cuales has mostrado como con el dedo al Sacratísimo Corazón de Jesús, a la manera de puerto de salvación guarnecidisimo para los fieles que zozobran en este mar, todo lleno de bajíos». Los PP. del Concilio Vaticano Más autorizado y hermoso es el presente documento. En 1870 y 71 casi todos los Obispos, que asistieron al Concilio Vaticano, e innumerable multitud de sacerdotes y fieles acudieron al Pontífice para que elevase de rito la festividad del Corazón de Jesús. Vamos a trasladar aquí por lo menos el final de este importante mensaje. Poco antes viene diciendo que la devoción al Corazón de Jesús, gracias a Dios, se va difundiendo por el mundo, y luego continúa con estas palabras. Sin embargo, todavía falta mucho para que de la fuente descubierta en medio de la Jerusalén nueva hayan manado todos los bienes que de su eficacia divina y de las promesas a los Santos nos es lícito esperar. Si bien es verdad que entre los fieles se difunde de día en día el espíritu de gracia y de oración, sin embargo, aún hay muchos, así entre los heterodoxos como entre los mismos católicos, que no quieren mirar al Corazón de Aquel a quien atravesaron, y por eso no pueden ser atraídos de su caridad suavísima. Con objeto de que esto, Beatísimo Padre, suceda más prontamente, y a fin de que las dolencias de la sociedad humana, que se agravan de día en día, puedan más prontamente curarse por virtud de este supremo remedio, preparado para ellas por la divina bondad, los prelados, sacerdotes y piadosos fieles que suscriben, postrados a los pies de Tu Beatitud, le suplican que se digne elevar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús al supremo rito de la liturgia eclesiástica, y en el día de dicha fiesta, circundada Tu Beatitud de todos los Padres del Concilio Vaticano, consagre solemnemente a este amantísimo Corazón la Iglesia universal. Si Tu Beatitud accede benignamente a nuestros deseos, firmísimamente esperamos, Santísimo Padre, que las bendiciones del Corazón de Jesús han de descender con abundancia, lo mismo sobre este santo Concilio, que sobre la Iglesia toda. Pues cuantos aman a Cristo, al aproximarse más a su Corazón, que es el centro vivo de la unidad de la Iglesia, despreciadas todas las causas de división, no ambicionarán otra cosa que lo que El mismo ardientemente desea, a saber: que todos en Él sean uno, como Él es uno con su Padre; y si en los corazones cristianos se enciende más ardientemente aquel divino fuego que vino a derramar en la tierra desde lo íntimo de su Corazón, su benéfico calor se difundirá hasta aquellos que caminan en las sombras de la muerte, y les dará nueva vida». Pío XII En la Encíclica: «Haurietis Aquas» de 15 de Mayo de 1956 dice el Romano Pontífice: «...Es imposible enumerar los bienes celestiales que el culto tributado al Santísimo Corazón de Jesús derrama en las almas de los fieles, purificándolos, aliviándolos con sus consuelos sobrenaturales, y animándolos a alcanzar todas las virtudes. Por eso, Nos, al acordarnos de las sabias palabras del Apóstol Santiago: «toda dádiva preciosa y todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces», vemos con toda razón en este culto, que cada día se enciende y extiende más por todo el mundo, el don inestimable que el Verbo encarnado, Nuestro Divino Salvador, único Mediador de la gracia y la verdad entre el Padre celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en estos últimos siglos en los que ella ha tenido que soportar tantos trabajos y dificultades. Más adelante añade: «Aunque la Iglesia siempre ha estimado y estima en gran manera el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, tanto que procura defenderlo por todas partes entre el pueblo cristiano y fomentarlo por todos los medios posibles, a la vez que trabaja con todo empeño por defenderlo contra el Naturalismo y el Sentimentalismo, sin embargo, es muy doloroso comprobar que, en los tiempos pasados y aun en los actuales, algunos cristianos no tienen este culto nobilísimo en el honor y estima debidos; conducta que se da, a veces, en los que hacen profesión de catolicidad y de deseos de perfección». Poco después prosigue: «No faltan quienes, confundiendo o equiparando la naturaleza genuina de este culto con las diversas formas peculiares de piedad, que la Iglesia aprueba y fomenta, pero no prescribe, lo tienen como un aditamento más que cada uno puede practicar a su elección; y también hay quienes juzgan de este culto que es oneroso y aun de poca o ninguna utilidad, en especial para los que luchan por el Reino de Dios con la sola mira de consagrar sus energías, sus iniciativas y su tiempo a la defensa de la verdad católica, a enseñarla y propagarla, a inculcar la doctrina social cristiana y a fomentar las prácticas y obras religiosas que piensan ser mucho más necesarias en la hora presente. Hay por fin quienes creen que, lejos de ser este culto un poderoso medio para infundir y renovar las costumbres cristianas en la vida de los individuos y de las familias, es más bien una piedad sensiblera, sin pensamientos ni afectos elevados, y por consiguiente, más propia de mujeres que de hombres instruidos. Y también hay otros que, al ver que este culto pide penitencia, expiación y otras virtudes, sobre todo, las que se llaman «pasivas» porque no producen frutos externos, no lo estiman apto para reavivar la piedad de nuestros tiempos que debe más bien encaminarse abiertamente (dicen ellos) hacia la intensa acción, el triunfo de la fe católica y la arrojada defensa de las virtudes cristianas; las cuales, como todos saben, fácilmente se ven hoy contaminadas por las falaces opiniones de los que - al margen de todo criterio que discierna lo recto y lo falso en la línea del pensamiento y en el modo de obrar - igualmente se inclinan hacia cualquier forma de religión; y así, se ven las costumbres lamentablemente inficionadas por los principios del materialismo ateo y del laicismo». Después, al final de la Encíclica, dice: «A la vista de tantos males que, hoy más que nunca, perturban hondamente a los hombres, los hogares, las naciones y el orbe entero, ¿dónde, Venerables Hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Se encontrará, acaso, alguna forma de piedad más excelente que el culto augustísimo al Corazón de Jesús, que esté más en consonancia con la índole peculiar de la fe católica, que sea más apta para responder a las necesidades actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué obsequio puede ofrecer la religión más noble, más suave, más saludable que este culto, que se dirige por entero a honrar a la misma caridad de Dios?. Finalmente, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo - la cual se fomenta y promueve cada día más con la devoción al Corazón de Jesús - para inducir a los cristianos al cumplimiento de la Ley Evangélica, sin la cual es imposible que se dé entre los hombres la verdadera paz, como claramente nos avisa el Espíritu Santo con aquellas palabras: «La obra de la justicia será la paz»? Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato predecesor, nos es grato volver a recordar a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII de inmortal memoria, dirigió al terminar el pasado siglo a todos los fieles cristianos y a todos cuantos sinceramente estaban preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: «Ved hoy, ante vuestros ojos, un nuevo emblema consolador y divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que brilla entre llamas con maravilloso fulgor; en Él debemos todos depositar nuestra esperanza; a El debemos pedir y esperar la salvación de los hombres». Es también nuestro deseo ardentísimo que todos cuantos se glorían del nombre de cristianos y combaten infatigablemente por establecer el Reino de Cristo en el mundo, consideren este obsequio de devoción al Corazón de Jesús como bandera y como fuente de unidad, de salvación y de paz. No se crea, sin embargo, que este obsequio religioso viene a suprimir otras manifestaciones de piedad que el pueblo cristiano, bajo el Magisterio de la Iglesia tributa al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús favorecerá y acrecentará sobre todo el culto a la Santísima Cruz y la veneración hacia el Augustísimo Sacramento del Altar. Pues, se puede asegurar, en realidad, - como se confirma admirablemente con las revelaciones de Jesucristo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María – que nadie llegará a sentir debidamente de Jesucristo Crucificado si no penetrare en los más íntimos secretos de su Corazón. Ni entenderá fácilmente el ímpetu de amor que impulsó a Jesucristo a dársenos en alimento espiritual, si no fomenta muy especialmente el culto al Corazón Eucarístico de Jesús, el cual - en frase de nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII - nos recuerda «el acto de amor supremo con que Nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de quedarse con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía»; pues, «no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, siendo tan grande el amor con que nos la dio». Finalmente, deseando con todo empeño oponer una firme barrera a las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, como también hacer volver las familias y las naciones al amor de Dios y del prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como la escuela más eficaz de la caridad divina; de esa caridad divina sobre la cual es necesario que se cimente el Reino de Dios en el alma de cada individuo, en los hogares y en las naciones, según lo manifestó sabiamente nuestro mismo predecesor de piadosa memoria: «El Reino de Cristo recibe su fuerza y su estructura de la caridad divina, ya que su fundamento y su síntesis consiste en amar santa y ordenadamente; de aquí fluye por necesidad todo lo demás: el cumplimiento fiel de las obligaciones, el no perjudicar en nada los derechos ajenos, el estimar las cosas humanas como inferiores a las celestiales y el anteponer el amor de Dios a todas las cosas». |
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