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Visita que hizo Santa Faustina Kowalska (Apóstol de la
Divina Misericordia) a los abismos del
infierno y
visión que tuvieron los Pastorcitos de Fátima sobre el mismo.
Que estas visiones nos ayuden a evitarlo y seamos más celosos de la salvación de las
almas.
# 741 - Diario.
La Divina Misericordia en mi alma. Santa Faustina Kowalska.
"Hoy he estado en
los abismos del infierno, conducida por un ángel. Es un lugar de grandes
tormentos, ¡qué espantosamente grande es su extensión! Los tipos de tormentos
que he visto: el primer tormento que constituye el infierno, es la pérdida de
Dios; el segundo, el continuo remordimiento de conciencia; el tercero, aquel
destino no cambiará jamás; el cuarto tormento, es el fuego que penetrará al
alma, pero no la aniquilará, es un tormento terrible, es un fuego puramente
espiritual, incendiado por la ira divina; el quinto tormento, es la oscuridad
permanente, un horrible, sofocante olor; y a pesar de la oscuridad los demonios
y las almas condenadas se ven mutuamente y ven todos el mal de los demás y el
suyo; el sexto tormento, es la compañía continua de Satanás; el séptimo
tormento, es una desesperación tremenda, el odio a Dios, las imprecaciones, las
maldiciones, las blasfemias. Estos son los tormentos que todos los condenados
padecen juntos, pero no es el fin de los tormentos. Hay tormentos particulares
para distintas almas, que son los tormentos de los sentidos: cada alma es
atormentada de modo tremendo e indescriptible con lo que ha pecado. Hay
horribles calabozos, abismos de tormentos donde un tormento se diferencia del
otro. Habría muerto a la vista de aquellas terribles torturas, si no me hubiera
sostenido la omnipotencia de Dios. Que el pecador sepa: con el sentido que peca,
con ése será atormentado por toda la eternidad. Lo escribo por orden de Dios
para que ningún alma se excuse diciendo que el infierno no existe o que nadie
estuvo allí ni sabe cómo es.
Yo, Sor Faustina,
por orden de Dios, estuve en los abismos del infierno para hablar a las almas y
dar testimonio de que el infierno existe. Ahora no puedo hablar de ello, tengo
la orden de dejarlo por escrito. Los demonios me tenían un gran odio, pero por
orden de Dios tuvieron que obedecerme. Lo que he escrito es una débil sombra de
las cosas que he visto. He observado una cosa: la mayor parte de las almas que
allí están son las que no creían que el infierno existe. Cuando volví en mí no
pude reponerme del espanto, qué terriblemente sufren allí las almas. Por eso
ruego con más ardor todavía por la conversión de los pecadores, invoco
intensamente la misericordia de Dios para ellos. Oh Jesús mío, prefiero agonizar
en los más grandes tormentos hasta el fin del mundo, que ofenderte con el menor
pecado".
Nuestra
Señora de Fátima dijo a los Pastorcitos:
–Sacrificaos por los pecadores y
decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: “¡Oh, Jesús, es
por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados
cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”. Al decir estas últimas
palabras abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía
penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego
los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o
bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las
llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia
todo los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin
peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que
horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di
un “ay” que dicen haber oído.) Los demonios se distinguían por sus formas
horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes
como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la
vista a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:
–Habéis visto el infierno, donde
van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en
el mundo la devoción a mi
Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se
salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de
ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando viereis una
noche alumbrada por una luz desconocida sabed que es la gran señal que Dios os
da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, del
hambre, de la persecución de la Iglesia y del Santo Padre. Para impedir eso
vendré a pedir la consagración de Rusia a mi
Inmaculado Corazón y la
comunión
reparadora de los primeros sábados. Si atendieran mis deseos, Rusia se
convertirá y habrá paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo
guerras y persecuciones de la Iglesia: los buenos serán martirizados; el Santo
Padre tendrá que sufrir mucho; varias naciones serán aniquiladas. Por fin, mi
Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia, que se
convertirá, y será concedido al mundo algún tiempo de paz. En Portugal el dogma
de la fe se conservará siempre, etc. (Aquí comienza la tercer parte del secreto,
escrita por Lucía entre el 22 de diciembre de 1943 y el 9 de enero de 1944.)
Esto no lo digáis a nadie. A Francisco sí podéis decírselo.
–Cuando recéis el rosario, decid
después de cada misterio: “Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del
infierno, lleva todas las almas al cielo, especialmente las más necesitadas.”
Dictado de Jesús a María Valtorta sobre el
infierno: (Ver
sobre María Valtorta)
15 de enero de 1944.
Dice Jesús:
"Una vez te hice ver al Monstruo de los abismos.
Hoy te hablaré de su reino. No puedo tenerte siempre en el paraíso. Recuerda que
tú tienes la misión de evocar en los hermanos las verdades que han olvidado
demasiado. Pues en este olvido que, en realidad, es desprecio por las verdades
eternas, se originan tantos males para los hombres.
Por lo tanto, escribe esta página dolorosa. Luego
tendrás consuelo. Es viernes por la noche. Mientras escribes, mira a tu Jesús,
que murió en la cruz, entre tormentos tales que pueden compararse a los del
infierno, y que quiso esa muerte para salvar a los hombres de la Muerte.
Los hombres de nuestro tiempo ya no creen en la
existencia del Infierno. Se han construido un más allá según el propio deseo, de
tal modo que sea menos aterrador para su conciencia, merecedora de grandes
castigos. Como son discípulos relativamente fieles del Espíritu del Mal, saben
que su conciencia retrocedería ante ciertas fechorías, si de verdad creyera en
el Infierno tal como lo enseña la Fe; saben que, si cometieran esa fechoría, su
conciencia volvería en sí misma y, por el remordimiento, llegaría a
arrepentirse, por el miedo llegaría a arrepentirse y, arrepintiéndose,
encontraría el camino para volver a Mí.
Su maldad, que les enseña Satanás -del que son
siervos o esclavos, según su adhesión a los deseos e instigaciones del Maligno-,
no admite estos retrocesos y estos regresos. Por eso, anula la creencia en el
Infierno tal como es y construye otro -si es que se decide a hacerlo- que no es
más que una pausa para tomar impulso hacia nuevas elevaciones futuras.
E insiste en esta opinión hasta creer
sacrílegamente que el mayor pecador de la humanidad puede redimirse y llegar
a Mí a través de fases sucesivas. Hablo de Judas, el hijo predilecto de Satanás;
el ladrón, tal como está escrito en el Evangelio; el que era concupiscente y
ansioso de gloria humana, como Yo le defino; el Iscariote que, por la sed
insaciable de la triple concupiscencia, se convirtió en mercante del Hijo de
Dios y que me entregó a los verdugos por treinta monedas y la señal de un beso:
un valor monetario irrisorio y un valor afectivo infinito.
No; si él fue el sacrílego por excelencia, Yo no
lo soy. Si él fue el injusto por excelencia, Yo no lo soy. Si él fue quien con
desprecio derramó mi Sangre, Yo no lo soy. Perdonar a Judas sería un sacrilegio
hacia mi Divinidad, que traicionó; sería una injusticia hacia todos los
demás hombres que, en todo caso, son menos culpables que él y que, aún así, son
castigados por sus pecados; sería despreciar mi Sangre y sería, en fin, faltar a
mis leyes.
Yo, Dios Uno y Trino, he dicho que lo que está
destinado al Infierno, quedará en él eternamente, porque de esa muerte no
se surge a una nueva resurrección. He dicho que ese fuego es eterno y que
acogerá a todos los que cometieron escándalos e iniquidades. Y no creáis que
esto dure hasta el momento del fin del mundo. No; al contrario, tras la tremenda
reseña, esa morada de llanto y de tormento se hará más despiadada, porque el
infernal solaz que aún se concede a sus huéspedes -poder dañar a los vivos y ver
precipitar en el abismo a nuevos condenados- ya no será posible y la puerta del
abominable reino de Satanás será remachada y clausurada por mis ángeles para
siempre, para siempre; será ése un siempre cuyo número de años no tiene número;
un siempre tan ilimitado que, si los granillos de arena de todos los océanos de
la tierra se convirtieran en años, formarían menos de un día del mismo, de esta
inconmensurable eternidad mía, hecha de luz y gloria en las alturas para los
benditos; de tinieblas y horror en el abismo para los malditos.
Te he dicho que el Purgatorio es fuego de amor. Y
que el Infierno es fuego de rigor.
El Purgatorio es un lugar en el cual expiáis la
carencia de amor hacia el Señor Dios vuestro mientras pensáis en Dios, cuya
Esencia brilló ante vosotros en el instante del juicio particular y despertó en
vosotros un incolmable deseo de poseerla. A través del amor conquistáis el Amor
y, por niveles de caridad cada vez más viva, laváis vuestras vestiduras hasta
hacerlas cándidas y brillantes para entrar en el reino de la Luz, cuyos fulgores
te hice ver días atrás.
El Infierno es un lugar en el cual el pensamiento
de Dios, el recuerdo del Dios entrevisto en el juicio particular no es, como
para los que están en el Purgatorio, deseo santo, nostalgia dolorida más plena
de esperanza, esperanza colma de serena espera, de segura paz, que será perfecta
cuando llegue a convertirse en conquista de Dios, pero que ya va dando al
espíritu que purga sus faltas una jubilosa actividad purgativa porque cada pena,
cada instante de pena, le acerca a Dios, su único amor. En cambio, en el
Infierno, el recuerdo de Dios es remordimiento, es resquemor, es tormento, es
odio; odio hacia Satanás, odio hacia los hombres, odio hacia sí mismos.
Tras haber adorado en la vida a Satanás en vez
que a Mí, ahora que le poseen y ven su verdadero aspecto, que ya no se oculta
bajo la hechicera sonrisa de la carne, bajo el brillante refulgir del oro, bajo
el poderoso signo de la supremacía, ahora le odian porque es la causa de su
tormento.
Tras haber adorado a los hombres -olvidando su
dignidad de hijos de Dios- hasta llegar a ser asesinos, ladrones, estafadores,
mercantes de inmundicias por ellos, ahora que se encuentran con esos patrones
por los que mataron, robaron, estafaron, vendieron el propio honor y el honor de
tantas criaturas infelices, débiles, indefensas -que convirtieron en instrumento
de la lujuria, un vicio que las bestias no conocen, pues es atributo del hombre
envenenado por Satanás-, ahora, les odian porque son la causa de su tormento.
Tras haber adorado a sí mismos otorgando todas
las satisfacciones a la carne, a la sangre, a los siete apetitos de su carne y
de su sangre y haber pisoteado la Ley de Dios y la ley de la moralidad, ahora
se odian porque ven que son la causa de su tormento.
La palabra "Odio" tapiza ese reino
inconmensurable; ruge en esas llamas; brama en las risotadas de los demonios;
solloza y aúlla en los lamentos de los condenados; suena, suena y suena como una
eterna campana que toca a rebato; retumba como un eterno cuerno pregonero de
muerte; colma todos los recovecos de esa cárcel; es, por sí misma, tormento
porque cada sonido suyo renueva el recuerdo del Amor perdido para siempre, el
remordimiento de haber querido perderlo, la desazón de no poder volver a verlo
jamás.
Entre esas llamas, el alma muerta, a igual que
los cuerpos arrojados a la hoguera o en un horno crematorio, se retuerce y grita
como si la animara de nuevo una energía vital y se despierta para comprender su
error, y muere y renace a cada instante en medio de atroces sufrimientos, porque
el remordimiento la mata con una maldición y la muerte la vuelve a la vida para
padecer un nuevo tormento. El delito de haber traicionado a Dios en el tiempo
terrenal está integralmente frente al alma en la eternidad; el error de haber
rechazado a Dios en el tiempo terrenal está presente integralmente para
atormentarla, en la eternidad.
En el fuego, las llamas simulan los espectros de
lo que adoraron en la vida terrena, por medio de candentes pinceladas las
pasiones se presentan con las más apetitosas apariencias y vociferan, vociferan
su memento: "Quisiste el fuego de las pasiones. Experimenta ahora el fuego
encendido por Dios, cuyo santo Fuego escarneciste".
A fuego corresponde fuego. En el Paraíso es
fuego de amor perfecto. En el Purgatorio es fuego de amor purificador. En el
Infierno es fuego de amor ultrajado. Dado que los electos amaron a la
perfección, el Amor se da a ellos en su Perfección. dado que los que están en el
Purgatorio amaron débilmente, el Amor se hace llama para llevarles a la
Perfección. Dado que los malditos ardieron en todos los fuegos menos que en el
Fuego de Dios, el Fuego de la ira de Dios les abrasa por la eternidad. Y en
ese fuego hay hielo.
¡Oh, no podéis imaginar lo que es el Infierno!
Tomad fuego, llamas, hielo, aguas desbordantes, hambre, sueño, sed, heridas,
enfermedades, plagas, muerte, es decir, todo lo que atormenta al hombre en la
tierra, haced una única suma y multiplicadla millones de veces. Tendréis sólo
una sombra de esa tremenda verdad.
Al calor abrasador se mezcla el hielo sideral.
Los condenados ardieron en todos los fuegos humanos y tuvieron únicamente hielo
espiritual para con el Señor su Dios. Y el hielo les espera para congelarles una
vez que el fuego les haya sazonado como a los pescados puestos a asar en la
brasa. Este pasar del ardor que derrite al hielo que condensa es un tormento en
el tormento.
¡Oh, no es un lenguaje metafórico, pues Dios
puede hacer que las almas, ya bajo el peso de las culpas cometidas, tengan una
sensibilidad igual a la de la carne, aún antes de que vuelvan a vestir dicha
carne! Vosotros no sabéis y no creéis. Mas en verdad os digo que os
convendría más soportar todos los tormentos de mis mártires que una
hora de esas torturas infernales.
El tercer tormento será la oscuridad, la
oscuridad material y la oscuridad espiritual. ¡Será permanecer para siempre
en las tinieblas tras haber visto la luz del paraíso y ser abrazado por la
Tiniebla tras haber visto la Luz que es Dios! ¡Será debatirse en ese horror
tenebroso en el que solamente se ilumina, por el reflejo del espíritu abrasado,
el nombre del pecado que les ha clavado en dicho horror! Será encontrar
apoyo, en medio de ese revuelo de espíritus que se odian y se dañan
recíprocamente, sólo en la desesperación que les enloquece y cada vez más les
hace malditos. Será nutrirse de esa desesperación, apoyarse en ella, matarse
con ella. Está dicho: La muerte nutrirá a la muerte. La desesperación es
muerte y nutrirá a estos muertos eternamente.
Y os digo que, a pesar de que Yo creé ese lugar,
cuando descendí a él para sacar del Limbo a los que esperaban mi venida,
sentí horror de ese horror. Lo sentí Yo mismo, Dios; y si no hubiera sido
porque lo que ha hecho Dios es inmutable por ser perfecto, habría intentado
hacerlo menos atroz, porque Yo soy el Amor y ese lugar horroroso produjo dolor
en Mí.
¡Y vosotros queréis ir allí!
¡Oh hijos, reflexionad sobre esto que os digo! A
los enfermos se les da una amarga medicina; a los cancerosos se les cauteriza y
cercena el mal. Ésta es para vosotros, enfermos y cancerosos, medicina y
cauterio de cirujano. No la rechacéis. Usadla para sanaros. La vida no dura
estos pocos días terrenos. La vida comienza cuando os parece que termina, y ya
no acaba más.
Haced que para vosotros la vida se deslice donde
la luz y el júbilo de Dios embellecen la eternidad y no donde Satanás es el
eterno Torturador".
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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO—
A.D. 1860
Memorias
Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
En la noche del
domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió
el relato de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles otra
cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación
de cuanto les referí en las noches del jueves y delviernes, que me dejaron tan
quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar
sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo
espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al
desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar
de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido.
Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo
decir a nuestros jóvenes?
— Lo que has visto y
cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te
será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba
continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me
determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en
algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que
contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me
acosté.
Para no dormirme tan
pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños
acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi
sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí
que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche
precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente
conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy
cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar.
He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas
cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes
agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no
hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le
pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un
lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi
alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines
de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una
planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella
desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era
lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme
perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando he aquí que
diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: —¿Dónde estoy? —Ven
conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin
chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que
tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres
muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió
ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía:
—¿Adonde vamos a ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino.
Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro
la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En
especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero,
a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin
sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que
insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía
precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire.
Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.
Nuestra marcha era,
pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante
hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para
regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y
querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante,
sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más.
Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por
el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros
a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos.
Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer
al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una
horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos
infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?—
pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar
que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras
del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto,
muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse
cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después
rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían
precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la
cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la
cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados
en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la
araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por
ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes
qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el
respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que
continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que
son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra
de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí:
—Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos
lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el
contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí
la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve
porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y
noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de
haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía
espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una
cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien
apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.
Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal,
pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y
con jaculatorias.
Me volví, por tanto,
junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le
respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes
en el infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito
su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia,
del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc.
Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el
que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era
el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último
iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes
estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi
a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por
qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano—
me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos
había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial
cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de
la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero
no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había
también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo
Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la
Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos
símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no
pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser
víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos
lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que
el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado,
sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas,
o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de
que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas;
pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras,
empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no
descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado
completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de
los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo
cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar.
Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones
circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada,
se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de
guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había
perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado
salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.
Yo continué adelante.
Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que
algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato
para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio
y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía
que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante
a mí guía: —Querido, las iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto
de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino
que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y
víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba
en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber
descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido
ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas.
Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de
espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo
haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después
esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí,
¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti
cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió el
guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era cada
vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie.
Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle,
aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima
y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una
espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones
recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas
murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan
Bosco preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay
escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará
comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio.
Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a
dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en
cuando, a una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera,
al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción
diferente.
Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis
eius...
Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.
Yo saqué la libreta
para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué haces?
—Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la
Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante
semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio,
pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en
sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso
y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente
que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De
pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó
con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso,
miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive
bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y
finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos
desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás
por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de
quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba
continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían
para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle—
gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no
puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que
podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel
joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la
ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del
camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar
contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de
espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del
infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.
En efecto, como
consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de
par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible
fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven,
que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas
aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran
distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy
lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella
vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las
puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto.
Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel
infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y
observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar
precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en
forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los
brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con
la primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se
abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella
larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez
más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron
después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse en el infierno a un
pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían
solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero
próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba
afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban
las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte.
—He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los
compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e internet e
impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y
asesinatos de aborto y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que
habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al
precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación:
—Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los
jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas
almas? Y el guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y
si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los
nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al
Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio
el aviso les impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un
sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos,
frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera spontánea y meritoria,
porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán
por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón
apegado al pecado. —¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame
algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los
obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que
los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de
jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú
también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por
regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino;
para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a
insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres
proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la
insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola
asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror?
¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de
pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es
necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez
Supremo.
Después exclamé
resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible
corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del
interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de
recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía
una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y
encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los
muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi
guía permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo
examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes
eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula
saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula
saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. —
Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et
stridor dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas
inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a
mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le
ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva,
una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero
ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la
mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación
con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana
con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del
cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve
preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna
inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los
montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus
llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco
a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras,
madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en
calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni
reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me sería imposible
describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito
aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se
daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en
un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna
blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento
resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un
instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.
—Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí,
sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente
sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar;
observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale
salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia
desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma
caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este
también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del
grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación
otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían
inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el
primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido
en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los
pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos
sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban
sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con
las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como
estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno,
parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice
la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá
para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que
aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta
velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van
al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no
detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la
Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia
Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se
pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la
desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de
aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas?
Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos
hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables
se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se
mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las
manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire.
Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a
través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los
compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban
los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a
los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo
ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí
cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e
imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y
confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo
que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven
obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et
finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter
sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan:
Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles,
viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia
illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda
la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles.
Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la
eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis
jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que
los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la
noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves
ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y
si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos
tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que
descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya
entrada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non
extinguitur...
Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant
usque in sempiternum.
Aquí se veían los
atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo
de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de
haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para
perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y
promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse
podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado
para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De
buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el
proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había
visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora,
otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté
y observé que odos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les
devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y
todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro
palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados
permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse
defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que me
viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos
no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces
al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe
libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del
castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y
añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas
de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario
pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir
al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y
libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de
tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho
a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de
manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás?
—Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con
tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales
palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder
librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—,
y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia de Dios, que pone en
juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la
muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el
pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con
puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos
que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno
de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó:
—La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos
jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra
la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por
ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo
había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en
la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no
lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso
algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al
confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en
el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos
de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente
felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia
de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales
me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había
algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le
supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles
en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir?
—Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una
manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían
mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido
se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos
se la piden.
Dios es tan bueno que
manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y
sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y
enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben
hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las
condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después
varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso?
—¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta
revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me
volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia
otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt
díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y
dije: —Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no
somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación
semejante deseo!
Al correr el velo vi
al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los
primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también interesa esa
sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado del término
divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a
un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a
Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede
pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo
inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la
justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son
malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de
hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de
restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien
intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran
los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros
objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de
decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí
por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles
que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro
grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no
haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por
haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las
entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo:
—Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los
deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del
propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les
sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo
por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese
aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones
diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de
la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de
nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio.
Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me
preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta
sentencia? —Me parece que debe ser la oberbia. —No, me respondió.—Pues yo
siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en
general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que
hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del
Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de
todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención.
Aquellos jóvenes los
cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso
como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en
cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse
de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares
peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro
incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no
están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy
distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros
estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un
lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas;
otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del
que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez
de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se
entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente
vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y
siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves
desórdenes. Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos
en mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis
jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué
consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes
insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los
superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que
eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que
estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una
inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije
a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que
me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me
tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de
la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo
corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce,
se volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los
demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No,
no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me
dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y
quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es
necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un
brazo, me acercó al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que
puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y
para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera.
¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de
espesor colosal.
El guía prosiguió:
—Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del
infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y
de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un
millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo
principio del infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no
tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de
aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y
dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me
encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba
contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude
comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria
de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano
derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible
crueldad, ni tal como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar
en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el
infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como
es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El
Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches
consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, o pude dormir a causa del
espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen
de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos
les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto
humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la
soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo
con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto
en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya
algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta,
dándoles la explicación consiguiente.
Como lo prometió, así
lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo sueño a los
jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración. Repitió cuanto
había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes.
Al narrarlo privadamente a sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles
más. En muchas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó
otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia
del Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno,
hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por
ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala
magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de
la Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían
perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias.
Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo
tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que el
Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de los
novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su corazón se
encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el
peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le hacía
sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente
franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras
que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí
cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de viva voz
o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración.
Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática
cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los
diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no
explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender.
¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos
buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor
fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL
INFIERNO—AÑO 1887
Memorias
Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285
En la mañana del tres
de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la noche precedente no había
podido descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante la
noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un verdadero agotamiento de
fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el relato de lo que oí, o se darían
a una vida santa o huirían espantados para no escucharlo hasta el fin. Por lo
demás, no me es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en
su realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra vida. El Santo
vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un terremoto. Por
el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó
un estruendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y
espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general,
producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para
averiguar cuál pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada de
particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los
ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco
continuó así su relato:
—Vi primeramente una masa informe que poco a poco fue tomando la figura de una
formidable cuba de fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor.
Pregunté espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo.
Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose
más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris
et cremantur n igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas
indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas,
casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las piernas
estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos humanos se unían
angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos
de tigres, de osos y de otros animales.
Observé mejor y entre
aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada vez más aterrado,
pregunté nuevamente qué significaba tan extraordinario espectáculo. Se me
respondió: —Gemitibus inenarrabilibus famem patientur ut canes. Entretanto, con
el aumento del ruido se hacía ante él más viva y más precisa la vista de las
cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban más claramente sus
gritos, y su terror era cada vez más opresor. Entonces preguntó en voz alta:
—Pero ¿no será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos
horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo?
—Sí —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las
propias deudas con oro o con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum
et thus. Con la oración incesante y con la frecuente comunión se podrá remediar
tanto mal. Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el
aspecto de los que los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de mortal
terror, se despertó. Eran las tres de la mañana y no le fue posible cerrar más
un ojo. En el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su
respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.
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